Comenzamos hoy una nueva serie de entradas que no tienen más objeto que provocar entre quienes las vean una duda razonable a la hora de intervenir sobre lo ya construido: ¿hasta dónde debemos llegar?
En la vida ocurren muchas cosas pero no se sabe muy bien por qué solo algunas van quedando archivadas en nuestra memoria. Y lo que es más intrigante: ¿por qué entre éstas últimas, episodios aparentemente sin importancia ocupan un lugar recurrente y relevante de nuestra conciencia?
Hace unos años, allá por 2006, mientras esperaba en la antesala a ser recibido por un cliente, ojeé un ejemplar de una revista inglesa que se autosubtitulaba como “the most beautiful houses in the world” pero las fotografías que enseñaba no hacían, bajo mi humilde opinión, justicia a ese titular.
De pronto, al pasar una de las hojas, tuve la sensación de ser testigo de una revelación: una casa que enfrentaba la decadencia de sus parcialmente desprendidos revestimientos y las huellas visibles del paso del tiempo a una cuidada elección del mobiliario en el que se mezclaban piezas de muy distintos precios, calidades, épocas y procedencias. Sin duda, aquella casa suponía el punto de inflexión entre ella misma y las circunstancias y antecedentes de sus actuales moradores.
A los pocos días se publicó en España un maravilloso librito de pastas duras que transcribía la conferencia “Atmósferas” que Peter Zumthor impartió en 2003 en el Palacio Wendilinghausen, en el marco del Festival de Literatura y Música de Alemania. El arquitecto reflexionaba sobre la capacidad de los edificios y su entorno en ofrecer a la gente un buen lugar para el desarrollo de sus vidas.
La visión de las fotos de aquella aparentemente destartalada casa y la lectura de la conferencia de Zumthor, cambiaron mi forma de intervenir. Ya no he vuelto a ocuparme del detalle, al menos de manera exclusiva, para pasar a preocuparme, a veces obsesivamente, de conceptos mucho más subjetivos: "atmósfera", "espacio", "reversibilidad", "autenticidad", “textura”.
Y un buen día, cuando empecé a comprender que la intervención mínima era el único camino hacia esas conquistas, aprendí a reconocer la belleza de los paramentos degradados, las pinturas parcialmente desprendidas o el valor de los restos y testigos del trabajo artesanal que antiguos albañiles realizaron antes de que yo pasase por allí.
En fin, lo que quiero decir es que empecé a venerar las arrugas en el viejo rostro de los edificios antiguos y que esas son las imágenes que quiero, poco a poco y provengan de donde provengan, ir mostrándoles a ustedes.
Luis Cercós (LC-Architects)
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