Debe de hacer cuatro o cinco años que un viaje a Sevilla en el tren de alta velocidad cambió en cierto modo mi carrera. Siempre quise hacer arquitectura pero, por suerte o por desgracia, me dedico, desde hace ya mucho tiempo, a la restauración de antiguos edificios.
Y de la misma manera que nos se nos ocurriría que Miquel Barceló restaurase Las Meninas de Velázquez, imagino que no es lo mismo ser restaurador de edificios que pretender ser arquitecto. ¿O quizá sí? El caso es que la mayoría de quienes nos dedicamos a esto de la edificación, en cualquiera de sus distantes y variados compartimentos, albergamos la idea de vincular nuestra actividad a la creación de hermosos edificios (en el sentido más amplio del término “hermoso”).
Hace ya tiempo que comprendí que la intervención sobre edificios históricos supone aceptar la existencia de una frontera infranqueable: nosotros, los que intervenimos sobre ellos, no somos los protagonistas. Me gustó mucho en el pasado trabajar en ellos y, en determinadas circunstancias, todavía disfruto. Sobre todo cuando el promotor está dispuesto a recomponer las lagunas históricas o cronológicas que las crónicas o los trabajos de investigación no resuelven y así, por ejemplo, las restauraciones de los monasterios de Yuso en La Rioja o de Yuste en Extremadura me han permitido formar parte de un equipo interdisciplinar en el que he continuado mi aprendizaje y encaminado mi carrera profesional .
Gracias a la ayuda que siempre he recibido del ayuntamiento de La Solana y fundamentalmente de la confianza de su actual alcalde, Diego García-Abadillo, son ya 14 años los que llevo trabajando de manera constante, en la restauración del centro histórico de esa pequeña localidad castellana. Y allí he podido aplicar lo que he aprendido en otros lugares y probar mis modestas aportaciones a la gestión de edificios y centros históricos.
Pero no es suficiente. Amamos la arquitectura y queremos vivir en ella, con ella y para ella. Y en ese camino procuramos reinventar constantemente nuestra profesión. No conformarnos sólo con hacer lo que hacemos sino intentar hacer lo que siempre quisimos.
Por eso me encantó aquella película que hace cuatro o cinco años vi, entonces de manera incompleta, en un viaje en el tren de alta velocidad. Nunca supe de su título ni de quién la dirigió.
El pasado viernes esa película, Beyond the Sea (Kevin Spacey, 2004 http://www.youtube.com/watch?v=GbcjW9SQabc&NR=1), se entregó con el diario Público y rápidamente la reconocí. Hoy la he vuelto a revisar. Y me ha vuelto a enganchar la historia de este cantante melódico que siempre intentó seguir creciendo.
La manera en la que él entendió que el público solo es capaz de dejar a Bobby Darin (http://www.youtube.com/watch?v=sQvQm-K5cT8) hacer y decir lo que quiere si delante de ellos está la imagen que el público tiene de Bobby Darin (http://www.youtube.com/watch?v=QvY99BJzN-M) me permitió entender cómo podría yo hacer arquitectura:
La gente escucha lo que ve.
Y esto implica seguir camuflado en mi viejo traje de restaurador y, como hizo aquel cantante, aprovechar lo que soy para poder hacer lo que quiero.
Al igual que Sinatra, Bobby Darin acercó la balada a la calle. Bobby Darin tocaba todos los palos. Hacía blues. Hacía cantos espirituales. Hacía música folk. Era capaz de interpretar cualquier género, y lo que aportaba a todos ellos era la calle.
Porque tal vez, como dice el viejo proverbio árabe, la felicidad sólo está al alcance de los que tengan la suerte de hacer coincidir su vocación y su destino.
Empecé a darme cuenta de la variedad de registros que tenía, de cómo era capaz de pasar del rock & roll al pop, el gospel, el folk, el country/western y, por último, a sus últimas canciones protesta contra la Guerra de Vietnam. Cuando observas toda esa trayectoria en el contexto de una carrera musical de sólo 14 años te das cuenta de que recorrió un largo camino.
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