En estos días en que a todos nos resulta difícil afrontar la cotidianeidad, encuentro cierto alivio e inspiración en la vida de hombres y mujeres que, más allá de sus errores, intentaron vivir de acuerdo con sus propias convicciones. A veces lo consiguieron y otras no. A veces acertaron y otras no.
Ernesto nació en un país de América Latina el 14 de junio de 1928 por lo que hoy estaría al borde de cumplir 82 años. Su padre tenía una plantación de yerba mate y una carpintería (curioso que de mayor se identificase su imagen descuidada con la de el Jesús de los cristianos, hijo adoptivo también de un carpintero).
De niño, en casa, le llamaban “teté”. En la adolescencia fue “el pelao” por presentarse completamente rapado a su primer partido de rugby. Descuidado en el vestir también le llamaron “chancho”, que en Argentina es la denominación habitual de los cerdos, apodo que deformó a la manera china para firmar artículos en la revista Tackle con el pseudónimo de Chang-Cho.
Luego viajó, vivió y estudió medicina. Casi siempre atendió a gente humilde e hizo incluso de dentista, pero no debía ser de los buenos pues en ese cometido no pasó nunca de “sacamuelas”.
Se embarcó con ochenta y un compañeros rumbo a una utopía. A una velocidad de 7 nudos la hora, la travesía duro 8 largos días en lugar de los tres inicialmente previstos. La embarcación encalló en un banco de arena a dos kilómetros de la costa de destino. Sólo 16 de esos hombres vieron ese día anochecer.
Se casó dos veces y tuvo 5 hijos. Los vio en muy contadas ocasiones, la última en octubre de 1966, cuando disfrazado se despidió de los 4 pequeños, no de la mayor por temor a ser reconocido. Sabía que quizá nunca más los volvería a ver. Se hizo pasar por Ramón, un amigo español del padre. Aleidita,que tenía 6 años, le dijo que no parecía español sino argentino. Aquella niña, muchos años después recordaba con estas palabras el día que vio por última vez a su padre:
“Camilo y yo corríamos, resbalé golpeándome la cabeza contra una esquina. Grité y “el español” me estrechó en sus brazos. Envolvió hielo en una servilleta y lo puso rápidamente en la herida sin dejar nunca de acariciarme”.
Antes de eso les había escrito su última carta.
“Queridos Hildita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto, si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre ustedes. Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones. Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho.
Acuérdense que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario. Hasta siempre hijitos, espero verlos todavía. Un beso grandote y un gran abrazo de papá”.
Aquel padre murió, en un país extraño, justo un año después. Hildita, la hija mayor, la única con una imagen nítida de su padre, le recordó siempre entre “… carcajadas, juegos y sermones. No reprendía nunca: durante horas explicaba dónde y cómo habíamos errado”.
Luis Cercós (LC-Architects)
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