Todos tenemos personas a las que admiramos. Yo, a muchas. Con algunas de ellas he tenido la suerte de coincidir en diferentes sitios, de noche, de día, desayunando en un bar, en un hotel, caminando por la calle. Cuando me encuentro con alguien que me gusta procuro decírselo, rápida y brevemente, molestando lo menos posible. Unas palabras para el director, el actor, el escritor o el deportista.
Ayer, sin embargo, coincidí en mi avión de regreso con un artista al que admiro profundamente desde que descubrí, posiblemente en un suplemento dominical, su particular y desasosegante universo, prolongación (pienso) de su forma de vivir, de su forma de sentir y de su estómago más profundo.
Los surcos de su cara, lo cascada de su voz (tuve el privilegio de escucharle), su aparentemente frágil fortaleza. No quisé molestarle. Con Alberto García-Alix, a pesar de haber compartido fila e incluso servilleta (se calló un poco de agua durante el viaje), fui incapaz de comunicarme. No encontraba la palabra adecuada para expresar lo que siento ante sus retratos (enfrentamiento face to face con sus retratados), ante sus brutales desnudos, ante sus tipos aparentemente apartados de carril: moteros, presos, estrellas del porno, tatuados, tatuajes. Y cuando no sé sabe qué decir, lo mejor, pienso, es callarse.
Su mundo me parece tan auténtico, tan apasionado y apasionante que he dudado mucho en elegir la imagen que, como cada día, ilustra cada una de mis entradas. He preferido mostrar su rostro. En esta ocasión os pido por favor; buscad en google las imágenes que se proponen bajo la entrada “Alberto García-Alix”, premio Nacional de Fotografía 1999 y disfrutad de ellas.
Luis Cercós (LC-Architects)
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