Me siento europeo, ¡qué le vamos a hacer!, pero cada vez que piso América Latina tengo la sensación de haber encontrado mi lugar en el mundo. No es fácil explicarlo porque no se ajusta a ninguna razón lógica, …, o quizá sí.
En el otro platillo de la balanza, ¿qué es Europa?, una realidad, un eufemismo, o una simple entelequia. ¿Cuántos europeos se sienten verdaderamente integrantes de un estado supranacional. Sí, es verdad, todos tenemos el pasaporte del mismo color: rojo burdeos, pero más allá de eso, ¿nos identificamos con una bandera azul llena de estrellas? ¿por qué seguimos trasladando las grandes cantidades económicas a nuestras anteriores monedas nacionales? Es cierto que las nuevas generaciones no lo hacen, pero a ellas todavía les queda mucha Europa/Europe que construir y muchos eramus que intercambiar, aunque en eso están para bien de este viejo continente.
Al otro lado del Atlántico, a pesar de no existir todavía una moneda común, la gente se siente miembro de un mismo tronco, de una misma raza incluso, esa que gustan de llamar latina y que poco a poco va filtrando vivezas criollas. A unos, muchos, les pese lo que les pese a los nacionalistas españoles, les une el antiimperialismo militante; a otros la lengua que comparten, matizada, eso sí, con todos sus hermosísimas singularidades, localismos, arcaísmos o giros. Pero en cualquier caso válida para conocer, trabajar o compartir.
Reflexiono todo esto como consecuencia directa del magnífico artículo de M.A. Bastenier, Europa(e), (EL PAÍS, internacional, página 9):
Esa Europa(e), presa hoy de una crisis mucho más que económica, sigue imaginándose a través de sus clases medias en sus lenguas nacionales. El inglés, pese a su propagación universal nunca será el latín contemporáneo, una lengua que era de todos y por ello de nadie. Hoy, en cambio, todo el mundo habla inglés, pero raro es el que lo piensa, aunque solo sea porque no sirve para pensar Europa, sino su contrario.
¿Y el francés? ¿Qué pasa con el francés?, lengua que hablan diferentes nacionalidades europeas. Bastenier nos recuerda que a mediados del XVIII, el siglo que dominó Voltaire, algunas élites europeas se sentían así, europeos, viajando entre París y San Petersburgo carteándose en francés, idioma que tradicionalmente sirvió para las relaciones diplomáticas internacionales. Demasiado burgués para ser democrático; quizá demasiado elegante, para ser popular; o tal vez y simplemente, demasiado francés.
Del alemán, para que vamos a hablarlo, ni siquiera intentarlo. Es, como ya sabemos, lengua imposible. Salvo, claro está, que seas alto, rubio, completamente pragmático, muy metódico y cambies peligrosamente de color cuando te pongas al sol que más calienta, ese que suele caer por la parte más africana de Europa/Europe.
El caso es que frente a una Grecia demasiado caótica, una Irlanda demasiado católica, una Inglaterra demasiado flemática, una Suecia demasido fría, un Italia demasiado caliente, una Francia demasiado absorbente, una Alemania demasiado eficiente y una España desvertebrada, bastante tiene Europa(e) en abandonar la deriva.
Frente a eso, en emergencia (de emerger) voy mirando hacia el sur de Río Grande como hacían los héroes silenciosos de mi infancia. Sí, ya lo sé, me salieron de nuevo los recuerdos de sábados tarde, viendo películas en blanco y negro después de comer, pero esa es mi religión y mi cultura, impartida por pioneros que hablaban de honor, dignidad y sosiego. Sí, ¡qué pasa!, creo todavía más en John Ford que en Billy Wilder, aunque en este último también, pero en esto del cine y de la vida, ¡qué le voy a hacer!, prefiero la camaradería de austeros y discretos vaqueros que la comedia ligera. Si me dan a elegir, prefiero ser uno de esos que duermen allá donde les sorprende la noche con poco más que un café no muy cargado y una cama blanda de vez en cuando, a ser posible compartida con la dueña del cuerpo que acompaña nuestras soledades.
Allá, 400 millones de personas, quizá más, forman todavía una sociedad todavía en evolución y ligeramente desnormalizada (¡qué alivio!) que acoge, comparte y que, hoy por hoy, es puerta de esperanza a la recuperación de muchos de los aspectos que más detesto en estas sociedades occidentales supuesta y totalmente finalizadas/desarrolladas/degeneradas/subdesarrolladas.
Sí, el Sur también existe, ese gran Sur en el que quiero que vivan y disfruten mis hijos, unos por inmersión y las otras por confrontación con un Norte opulento, egoísta y egocéntrico.
Si, es verdad, me acuso, soy y me siento europeo, ..., pero cada vez menos. Allá, por lo menos, todavía no han llegado los neoliberales.
Luis Cercós (LC-Architects)
Madrid – Buenos Aires
Un lugar en el mundo es una maravillosa argentina de Adolfo Aristarain estrenada en 1992 y protagonizada por unos magníficos Federico Luppi, José Sacristán, Cecilia Roth y Leonor Benedetto. Deliciosa e imprescindible.