Fervor de Buenos
Aires,
publicado inicialmente en 1923, es, como sabéis, el primer libro de poesía de Borges.
Por razones personales me identifico con su título y con todas las diferentes
acepciones de la palabra “fervor”: entusiasmo
desbordante, ardor apasionado, interpretación afectuosa (en este caso de la
ciudad), celo ardiente hacia las cosas de la religión. Llegados a esto, hablemos
de la defensa del patrimonio urbano como religión (“el patrimonio es mi laica religión”, qué decía uno de mis maestros
más anárquicos, el Dr. Arquitecto Ignacio Gárate Rojas). Toda militancia
conlleva riesgos: fundamentalismo, renuncia a la razón, intransigencia,
negación de la modernidad, superstición, intolerancia hacia quienes piensan lo
contrario que nosotros. ¡No!, el patrimonio no es motivo para iniciar una nueva
cruzada entre progresistas y fundamentalistas sino el vínculo que une a nuestra
generación (también a los que no están interesados en él) con las generaciones
pasadas: ¿acaso no es cierto que Buenos Aires es lo que hoy es gracias,
precisamente, a su pasado desordenado, desaforadamente ecléctico, mestizo, caótico,
libre y absolutamente multicultural?
Siendo evidente que la llegada masiva de la
emigración transformó el puerto en metrópolis, permitidme que os hable con la
actitud y humildad del emigrante que hoy soy, recién llegado desde la vieja,
herida y arruinada Europa. En mi actual posición de advenedizo y orgulloso consorte
y padre porteño, no estoy en condiciones aún suficientes para profundizar sobre
la posible y previsible laguna legal que, en el entorno de la muy mencionada
últimamente Ley 2548, quizá haya permitido a especuladores sin principios
destruir algunas piezas del patrimonio común de Buenos Aires. Pero dicho esto,
es evidente que congelar el tejido urbano sin más motivo que su fecha de
construcción no parece tener un sólido y suficiente apoyo científico. Comparto
pues la opinión de quienes consideran arbitrario fijar la protección del
patrimonio urbano de la ciudad en el año 1941 y anteriores, por más que sea esa
la fecha de su primer catastro. Incluso quienes defienden esa fecha reconocen
que aquel instrumento normativo sólo protegía un pequeño polígono de la capital
y estaba documentado exclusivamente con fotografías aéreas.
La vejez por sí misma no tiene valor si no
está acompañada de la experiencia y la reflexión. No es tampoco lo mismo
“viejo” que “antiguo”, pues mientras que lo primero implica obsolescencia, lo
segundo presupone valores consolidados. En el caso de Buenos Aires, el año 1941,
a la manera de la novela de Orwell (1984)
no puede suponer la existencia de un Gran
Hermano que persiga, vigile y esclavice. ¡No! El patrimonio cultural en
general no es una cadena cerrada, dolorosa e inquisitorial que cercene la
libertad de todos y que limite en exceso la transformación de la ciudad. El
patrimonio, como bien común que es implica un cordón continuo e infinito que debe
también permitir a cada generación, incluso en sus centros históricos, ¿por qué
no?, engarzar otro tipo de joyas. Ya lo dijo Mies, a su vez también profeta de esa
otra religión que se llamó movimiento
moderno: “Cuando en un collar falte
una perla, siempre es mejor opción sustituirla por una esmeralda auténtica que
por una perla falsa”.
La restauración implica negación del
fundamentalismo por estar esta “religión” huérfana de dogmas. ¿Cómo explicar a
los jóvenes que se acercan a esta disciplina que la historia de la restauración
es una cadena interminable de pruebas y errores que, con intención de proteger el
patrimonio ha conseguido, en muchas ocasiones, precisamente lo contrario? Esto es, destruir y
falsificar.
Mientras camino por sus calles, miro y admiro
la ciudad de Buenos Aires con la ilusión de que un día llegue también a ser la mía:
mi ciudad. Esta ciudad divertidamente crispada está poblada de incompletos collares
de perlas, de obras de arte, de mágicos símbolos del ayer. Huelo Buenos Aires,
toco sus texturas y absorbo las atmósferas que no se deberían perder. Pero al
igual que una cebolla exige que retiremos entre lágrimas sus diferentes capas
para poder degustarla, presiento que la vieja María del Buen Aire reclama -a
quienes trabajan ya con ella, para ella o sobre ella- un tipo de intervención
que pudiera transformarla, no en falso ni impostado Pigmalion de nadie sino en
ejemplo de una nueva manera de intervenir sobre el patrimonio cultural
arquitectónico. Estoy hablando de una nueva metodología que sirva para toda esa
multitud de ciudades del nuevo mundo emergente que ya ha aprendido de la vieja
Europa lo que no se debe hacer.
La historia de la restauración está llena de
buenas intenciones con múltiples ejemplos de desastrosos resultados. Restaurar
es elegir y, por tanto, también destruir. Buenos Aires tiene una gran ventaja:
su patrimonio, al menos en apariencia, todavía no ha sido irreversiblemente
violado (casi nadie lo tocó) ni sodomizado (salvo muy escasas excepciones nadie
separó indiscriminadamente sus intestinos para dejar congeladas y colgadas de
la nada las viejas fachadas de la ciudad, en estrategia que se demostró completamente
equivocada en Europa).
Conserva todavía la ciudad autónoma de Buenos
Aires, los valores intrínsecos que se suponen adheridos a las manos de los
arquitectos y albañiles que la construyeron. Sobre sus revocos, hoy
parcialmente desconchados no veo aún la mano de brillos sintéticos que camuflen
su rostro. Sobre sus ruinas y muñones no veo enfermedad terminal sino el simple
paso del tiempo.
Camino por San Telmo, por La Boca, rodeo
los muros del cementerio de Recoleta, paseo
por sus grandes y majestuosas avenidas decimonónicas y me ilusiona pensar que muchos
son todavía los secretos escondidos tras sus muros, ornamentos y estructuras.
Veo edificios que no han sido avasallados aún con técnicas y presupuestos
desbordantes que solo hubieran servido, como ya ocurrió en otros lugares del
mundo, para dejarlos no nuevos sino “como
nuevos”, atacados por el mal de la reconstrucción. La reproducción
indiscriminada, digo, es el mayor enemigo de la autenticidad y el aliado
perfecto de las espantosas falsificaciones que imitan o recrean atmósferas
presuntas que en realidad no existieron jamás.
Entro en algunos edificios de Buenos Aires y
siento que me encuentro bien precisamente en aquellos que están menos restaurados.
Encuentro en ellos el elogio y la magia de la ruina y no he sentido en Buenos
Aires, por el momento y salvo muy escasas excepciones, el desasosiego que me
produce el brillo aparente de la falsa alquimia o el amargo sabor del pastiche.
Buenos Aires, 2 de agosto de 2012
ING. LUIS FRANCISCO CERCÓS GARCÍA (Madrid,
España, 1965), socio nº
26.618 de la Sociedad Central de Arquitectos de la República Argentina, SCA, es
Ingeniero de la Edificación (colegiado 8223 del Colegio Oficial de
Ingenieros de Edificación de Madrid) y diplomado en Arquitectura por la Universidad
Camilo José Cela de Madrid, Máster en Restauración y Rehabilitación del
Patrimonio por la Universidad de Alcalá y Arquitecto Técnico por
la Universidad Politécnica de Madrid. Entre 2000 y 2004 cursó
estudios de historia en la UNED (España, Universidad Nacional de Educación a
Distancia). Medalla de honor de la Universidad Jaguelónica de Cracovia
(Polonia, 2007). Antiguo profesor de la Escuela Politécnica Superior de la Universidad Alfonso X el Sabio
(Madrid). Académico Correspondiente en Madrid (Sección de Arquitectura) de la Real
Academia de Bellas y Nobles Artes de San Luis de Zaragoza, asociada al Instituto de España (2006). Es miembro
desde 2006 de la “Fundación Casas Históricas y Singulares” y ex
consultor (1996-2011) del Ayuntamiento de La Solana (Ciudad Real, España) para
la restauración de su centro histórico.