A propósito del cadáver de Evita: una reflexión sobre la
restauración monumental
Autor: Luis Cercós, restaurador de arquitectura
Un aspecto que me impresiona
mucho en la arquitectura y en la ciudad de nuestro tiempo es el empeño en
llevarlo todo a su acabamiento, a su final, a su finalización. Esta tensión
hacia una solución definitiva impide la complementariedad entre las varias
escalas, entre el tejido humano y el monumento, entre el espacio abierto y el
construido. Hoy cualquier intervención, aunque sea pequeña y fragmentaria, se
obstina en conseguir una imagen final. Así se explica la dificultad de la
compenetración entre las distintas partes de la ciudad.
Alvaro Siza
El pasado 26 de julio se conmemoró el 60º aniversario del
fallecimiento de María Eva Duarte de Perón, Evita
(1919-1951) y yo, recién radicado en Argentina, mientras revisaba su vida, su
obra y sus avatares, supe de una historia secundaria que me trasladó inesperadamente
a mis años de estudiante de restauración, concretamente a las clases de uno de
mis más admirados profesores. Curiosamente, el cadáver de Evita me ha hecho
modificar el planteamiento previo de este artículo. Veamos por qué:
Tras su muerte, Evita fue embalsamado por el médico Pedro Ara Sarriá (Zaragoza,
España, 1891 - Buenos Aires, Argentina, 1973), quien durante años perfeccionó
la técnica de parafinización. Veintitrés años antes había realizado con ese
mismo procedimiento la que hasta hoy es la preparación cumbre del Museo
Anatómico Pedro Ara: su “Cabeza de Viejo”. El método original fue ideado
por Leo Frederiq en 1876. También con esta técnica el Dr. Ara embalsamó el
cuerpo del músico Manuel de Falla, fallecido
en la ciudad de Alta Gracia y posteriormente repatriado a España.
El 23 de mayo de 1991, Antoni González Moreno-Navarro, por aquel entonces Arquitecto
Jefe del Servicio del Patrimonio Arquitectónico de la Diputación de Barcelona (España)
impartió en el Instituto de Ciencias de la Construcción Eduardo Torroja de
Madrid una conferencia magistral, como la mayoría de las suyas por otra parte. Casualmente
yo, recién licenciado, estaba allí. La ponencia, oportunamente transcrita, se
tituló posteriormente “La Restauración de Monumentos a las Puertas del Siglo
XXI” y su texto íntegro, hoy fácilmente accesible por internet, se publicó
en la revista “Informes de la Construcción” de ese mismo año[1].
Aquel lejano día, en los primeros minutos de su intervención, el profesor
González –la persona que más ha influido en mi trayectoria profesional-,
realizó una comparación entre su método de trabajo y el del médico que
reconstruyó el cadáver de Salvador Dalí:
“…Un día oí en el televisor que alguien hablaba de restauración. Y aunque nunca sabes si al amparo de esa mágica palabra se referirán al nuevo trabajo de un gran cocinero, o al de un odontólogo o incluso a la labor de un interventor dispuesto a redimir una partida presupuestaria olvidada -que hoy en día a todo eso se llama restauración- lo cierto es que llevado de una cierta deformación profesional, presté atención a la pantalla. Efectivamente, no se trataba de una restauración monumental lo que allí se comentaba. No era arquitecto ni historiador el entrevistado, sino un cirujano, pero fue una auténtica restauración lo que explicó. Se trataba de la restauración -el propio doctor la bautizó así- del cadáver del pintor Salvador Dalí, fallecido pocos días antes en su Empordà natal. Por fortuna, el cirujano no entró en detalles sobre la técnica empleada en su labor restauratoria, pero expresó con claridad los criterios de su intervención.
"Por causa de la enfermedad", dijo, "Dalí llegó a tener un aspecto lamentable, convirtiéndose en una ruina. Como teníamos que exponerlo en la capilla ardiente, ante el público, ante la televisión, pensé que había que devolverle una imagen adecuada. Evidentemente no podía retornarle a su juventud, con sus bigotes erguidos y su sonrisa de sorna; no por motivos técnicos" (recuerdo que dijo el médico que sí hubiera podido hacerlo) sino por motivos de credibilidad".
"Nadie hubiera aceptado aquella imagen del genio, así que" - dijo el médico- "le devolví la imagen que tenía antes de su enfermedad, la que la gente podía recordar con ternura", ... La imagen de un Dalí mayor pero no viejo, o viejo pero no destruido.
La reconstrucción fue posible y legítima. El límite era solo cuestión de técnica, de rigor científico y, sobre todo, de intencionalidad (solo la voluntad de mostrar al difunto justificaba una manipulación que en otro caso hubiera sido gratuita).
“…Un día oí en el televisor que alguien hablaba de restauración. Y aunque nunca sabes si al amparo de esa mágica palabra se referirán al nuevo trabajo de un gran cocinero, o al de un odontólogo o incluso a la labor de un interventor dispuesto a redimir una partida presupuestaria olvidada -que hoy en día a todo eso se llama restauración- lo cierto es que llevado de una cierta deformación profesional, presté atención a la pantalla. Efectivamente, no se trataba de una restauración monumental lo que allí se comentaba. No era arquitecto ni historiador el entrevistado, sino un cirujano, pero fue una auténtica restauración lo que explicó. Se trataba de la restauración -el propio doctor la bautizó así- del cadáver del pintor Salvador Dalí, fallecido pocos días antes en su Empordà natal. Por fortuna, el cirujano no entró en detalles sobre la técnica empleada en su labor restauratoria, pero expresó con claridad los criterios de su intervención.
"Por causa de la enfermedad", dijo, "Dalí llegó a tener un aspecto lamentable, convirtiéndose en una ruina. Como teníamos que exponerlo en la capilla ardiente, ante el público, ante la televisión, pensé que había que devolverle una imagen adecuada. Evidentemente no podía retornarle a su juventud, con sus bigotes erguidos y su sonrisa de sorna; no por motivos técnicos" (recuerdo que dijo el médico que sí hubiera podido hacerlo) sino por motivos de credibilidad".
"Nadie hubiera aceptado aquella imagen del genio, así que" - dijo el médico- "le devolví la imagen que tenía antes de su enfermedad, la que la gente podía recordar con ternura", ... La imagen de un Dalí mayor pero no viejo, o viejo pero no destruido.
La reconstrucción fue posible y legítima. El límite era solo cuestión de técnica, de rigor científico y, sobre todo, de intencionalidad (solo la voluntad de mostrar al difunto justificaba una manipulación que en otro caso hubiera sido gratuita).
¿No ocurre acaso lo mismo en la restauración monumental?...”
El ejemplo era
magnífico y muy ilustrativo, pues la restauración monumental es efectivamente
una disciplina básicamente intelectual que no se puede plantear exclusivamente
desde la perspectiva del monumento como única pieza arquitectónica. No podemos
extraer de la intervención su intencionalidad (¿qué es lo que queremos
restaurar?) ni excluir otros valores intrínsecos del edificio (históricos,
políticos, culturales, religiosos, relacionados con su tiempo y con su entorno,
documentales) alejados de los no excluyentes, muy importantes también, valores
estéticos, artísticos y/o arquitectónicos.
Desde que allá por 1991
comencé a intervenir sobre edificios más o menos antiguos, me interesó el reto
de intervenir sobre ellos sin renunciar a nuestro propio tiempo. Acercarse a un
viejo, histórico o antiguo edificio es un ejercicio que requiere, por igual, un
cierto equilibrio entre modestia y vanidad; una dualidad que nos permita
equilibrar la necesaria inconsciencia de intervenir sobre lo que han propuesto,
en otro tiempo, arquitectos más dotados que uno y, a la vez, sentirnos
capacitados para aportar, cuando menos, la serenidad necesaria para devolver
una pieza arquitectónica al lugar que nunca debió dejar de ocupar.
Muchos edificios no precisan más que una sencilla reparación; otros, una profunda revisión. En contra de la mayoría de los dogmas incluidos en los textos universitarios y académicos (necesarios, pero no suficientes para comenzar en esta disciplina específica de la profesión), de lo único de lo que hoy por hoy estoy seguro es de la absoluta convicción de huir siempre de la falsificación, que, bajo mi punto de vista, se aprecia en muchas de las actuales intervenciones. Falsificar es reconstruir, reinterpretar, mentir. Pero ¡cuidado!, falsificar también es detener o congelar sin sentido. No podemos ni debemos renunciar a nuestro tiempo. Recuperar técnicas y materiales tradicionales es vital para conocer e intervenir sobre el patrimonio construido, pero eso no obliga a hacerlo con un lenguaje tímido, decadente o simplemente vulgar.
Restaurar no es sinónimo de disecar. Y cuando comprendí esto, en lucha constante con la falsificación -el mayor pecado en el que puede caer un restaurador, pues afecta a la veracidad del edificio que entrega a la sociedad tras su intervención-, mi taller de restauración de arquitectura intentó dejar de ejercer la taxidermia.
Muchos edificios no precisan más que una sencilla reparación; otros, una profunda revisión. En contra de la mayoría de los dogmas incluidos en los textos universitarios y académicos (necesarios, pero no suficientes para comenzar en esta disciplina específica de la profesión), de lo único de lo que hoy por hoy estoy seguro es de la absoluta convicción de huir siempre de la falsificación, que, bajo mi punto de vista, se aprecia en muchas de las actuales intervenciones. Falsificar es reconstruir, reinterpretar, mentir. Pero ¡cuidado!, falsificar también es detener o congelar sin sentido. No podemos ni debemos renunciar a nuestro tiempo. Recuperar técnicas y materiales tradicionales es vital para conocer e intervenir sobre el patrimonio construido, pero eso no obliga a hacerlo con un lenguaje tímido, decadente o simplemente vulgar.
Restaurar no es sinónimo de disecar. Y cuando comprendí esto, en lucha constante con la falsificación -el mayor pecado en el que puede caer un restaurador, pues afecta a la veracidad del edificio que entrega a la sociedad tras su intervención-, mi taller de restauración de arquitectura intentó dejar de ejercer la taxidermia.
Mis dudas se habían
concretado unos años antes, más o menos en mi ecuador profesional, el día en
que revisaba y revisitaba, en compañía de jóvenes alumnos una obra en la que
había participado en un todavía pasado no muy lejano. Mientras hablaba a
aquellos futuros compañeros volvieron a mi mente las imágenes del monumento virgen.
Automáticamente enmudecí, entre avergonzado y horrorizado, frente a la
evidencia de que nuestra restauración había falsificado, irreversiblemente y por
exceso reconstructivo, el monumento recibido.
¿Qué ocurrió entre
el proyecto y el resultado final? ¿Somos responsables absolutos de su
resultado? Y hablando de restauración ¿qué ocurre con la falsificación, con el
falso histórico o con las reproducciones?
Algunas respuestas
a estas preguntas las encontré en vísperas de la que hoy es mi nueva vida
argentina, mientras recorría una exposición titulada escuetamente Yves Saint
Laurent[2].
Recuerdo haber llegado hasta allí impulsado por la entrevista publicada días
atrás en un suplemento dominical[3]. Pierre Bergé, durante 40 años socio y
compañero del diseñador, respondía así a una pregunta de la periodista.
Es importante que los visitantes sepan que lo que van a
ver son los (vestidos) originales. Conservamos los prototipos desde 1965. Lo
que se verá en Madrid es exactamente el modelo que Saint Laurent creó. No es una reproducción, ni un traje adaptado a
una clienta. Somos la única casa que tiene un archivo semejante de originales.
No quiero decir nada contra Dior o Chanel, pero una exposición suya es
diferente porque no disponen de los prototipos. Nosotros sí. Se trata del color
preciso en el material exacto y con la proporción justa. A menudo, la
compradora decidía cambiar el tejido o ponerse una manga más larga.El vestido
que se llevaba a casa no era necesariamente el que el diseñador había ideado. Éramos
muy pobres al principio y teníamos que hacer saldos y vender cuanto pudiéramos.
Pero a pesar de eso, nunca nos deshicimos de los prototipos.
La analogía entre
el mundo de la alta costura y el de la arquitectura me pareció evidente: lo
importante, lo verdaderamente auténtico, estaba en los prototipos. Me sirve, en
cualquier caso, este asunto para volver la vista hacia Francia.
Sí, históricamente
se recuerda el segundo año de la Revolución Francesa como el origen legislativo
de la conservación de monumentos en un intento de detener el vandalismo
revolucionario que destruyó, en su totalidad o en parte, multitud de monumentos
franceses (entre ellos, la abadía de Cluny, las catedrales de Cambrai y de
Chartres, la iglesia de Saint Jean-des-Vignes en Soisson, la Sainte-Chapelle de
Dijon, el palacio de Versalles o la fortaleza parisina de la Bastilla).
“Los bárbaros y
los esclavos detestan las ciencias y destruyen los monumentos de arte, los hombres
libres los aman y
los conservan”. (Asamblea Nacional Francesa, 1794).
Este modesto y
breve decreto, repetido en la mayoría de los textos y estudios históricos sobre
conservación y restauración, es la base de la protección del patrimonio
arquitectónico y de la posterior y mucho más reciente concienciación sobre la
necesidad de tutela por parte de los estados. También es inicio de una joven
disciplina que apenas ha cumplido 218 años de historia: la restauración de
monumentos. No siempre se conservó lo recibido, pues aunque siempre existieron
muy interesantes restauraciones (la transformación parcial de la mezquita de
Córdoba, en España, como catedral cristiana, por ejemplo), lo habitual fue la
demolición y la negación del pasado.
Pero no sería
Francia sino Italia quien tomaría definitiva conciencia, más allá de la simple
norma de protección que impide la continuidad de actos vandálicos, de la
necesidad de intervenir sobre importantes construcciones del ayer para detener
su lento pero irreversible camino hacia la desaparición o el colapso.
En este sentido, la
profesora, arquitecta e historiadora de la restauración Susana Mora (coautora junto al
arquitecto Salvador Pérez Arroyo de la magistral restauración del Monasterio de
Carracedo en León, España) recuerda en sus textos y conferencias que la primera
norma teórica escrita no fue redactada por expertos o arquitectos, sino por
el Papa León XIII (1823-1829)
quien a propósito de la reconstrucción de San Pedro de Roma ordena que “ninguna innovación debe introducirse ni en
las formas ni en las proporciones, ni en los ornamentos del edificio resultante,
si no es para excluir aquellos elementos que en un tiempo posterior a su
construcción fueron introducidos por capricho de la época siguiente”,
propugnando una unidad de estilo que elude enfrentarse ante el hecho
irrebatible de que un monumento no es, en la mayoría de las ocasiones, fruto de
un único momento histórico, artístico y/o estilístico.
El espíritu de las
palabras de León XIII influyó intuitivamente en los arquitectos de la época más
allá de la aparente unidad de estilo que preconizaban y comenzó a gestarse en
Italia una embrionaria manera de intervenir que hoy denominamos restauro archeologico, que en la
actualidad goza todavía de cierta vigencia al reducir la restauración a un
criterio de intervención mínima de consolidación basada en el conocimiento
previo y profundo del monumento. Esta manera de posicionarse, si bien elude el
restablecimiento de la unidad arquitectónica y espacial de una obra
arquitectónica, no es menos cierto que evita, de forma muy certera, reproducir
fantásticamente formas, decoraciones y volúmenes desaparecidos.
O, lo que es lo
mismo, no se puede falsificar lo que no se pretende reconstruir. Principio que entra
en profunda colisión con las afirmaciones, realizadas no muchos años después por Próspero Merimée al acceder al
cargo, a partir de 1835, de Inspector
General de Monumentos de Francia: “Cuando las trazas del antiguo
edificio inicial han desaparecido, la decisión más juiciosa es que deben
copiarse motivos análogos de un edificio de la misma época o de la misma
provincia”. Asumir estas últimas palabras, hoy afortunada y mayoritariamente
denostadas, implicaría aceptar que una copia hecha fielmente adquiere
automáticamente los mismos valores que el original del que procede.
En consecuencia,
todas las teorías o formas de intervenir que se desarrollaron a lo largo de los
siglos XIX y XX, estuvieron cojas de algún aspecto y, así, la tradición
italiana es excesivamente arqueológica, la francesa excesivamente estilística,
la inglesa excesivamente romántica y sus variantes posteriores excesivamente
científicas y, por lo tanto, en mayor o menor medida, cercenantes. Quizá por
eso la restauración, en muchas ocasiones, ha sido realizada por arquitectos o
por estudios de arquitectura que han renegado de su propio tiempo o que se han
protegido por leyes generales que han fomentado la reconstrucción y, por
extensión, el falso historicismo. La relación de monumentos que parecen una
cosa y son meras falsificaciones es interminable. No vamos a relacionarlas
aquí. Lo hecho, a fin de cuentas, hecho está.
¿Dónde queda
entonces el talento arquitectónico de los autores de proyectos de restauración?
Si aceptamos que el monumento, tiene un doble valor, como pieza arquitectónica
y como documento, la intervención actual no debería ser exclusivamente autocensurante,
sino que, por el contrario, debería aceptar la superposición no destructiva ni
mutilante de nuevas capas o matices que aporten también a las generaciones
venideras testimonios sobre la época actual. Una época que, con el correr
inexorable del tiempo, será en el futuro también histórica. Veamos cualquier
monumento importante: todos fueron cargándose de matices con el transcurrir de
los años, con el transcurrir de las décadas, con el transcurrir de los siglos.
¿Qué es restaurar? En aquella conferencia, el
arquitecto Antoni González lanzó preguntas que todavía hoy, más de 20 años
después, aún resuenan en mí: ¿es acaso la restauración una forma de observar
–conforme a unas reglas prestablecidas- una arquitectura que, por merecer
protección, ha detenido su evolución?, ¿es una manera determinada –también con
sus reglas- de entender cómo actuar sobre una arquitectura de irremediable
evolución permanente?, ¿o quizás tan sólo se trata del conjunto heterogéneo de
actitudes y acciones –sin regla alguna- que tienen como protagonista la
arquitectura pre-existente?
En mis años de
docencia solía cerrar mis reflexiones sobre la restauración arquitectónica con dos
imágenes que mostraban, simultáneamente, el antes y después de una mujer anciana
que pasaba por la camilla de un conocido cirujano plástico. Imaginemos que un
edificio antiguo es, en cierto modo, como nuestra abuela más querida. Un día,
nuestra abuela se fractura, pongamos por caso, una cadera. Y aprovechando el
postoperatorio, el médico decide comenzar a tentarla con operaciones de falso
rejuvenecimiento. Digo falso porque la abuela, al fin y al cabo, tiene los años
que tiene.
Algo similar ocurre cuando nos encargan, por ejemplo, la reparación de un antiguo tejado y, aprovechando el andamio, nos ponemos a eliminar desaforadamente las pátinas de sus fachadas, consolidar sillares, reconstruir formas y volúmenes o reinterpretar espacios interiores. Total, ya que estamos allí…
Un día, el médico de nuestra abuela nos llama para comunicarnos el alta médica y que ya podemos pasar por el hospital para recogerla. Cuando llegamos a la recepción, no reconocemos a nuestra abuela porque la mujer que allí nos espera, se parece extraordinariamente a nuestra madre, o lo que es peor, a su nieta.
En aquellos años de juventud profesional, nuestro afán restaurador borró signos de antigüedad del edificio. Hoy comprendemos que “restaurar” es devolver la funcionalidad, la dignidad y no una malinterpretada lozanía del edificio. Los monumentos, al igual que los abuelos, son, por definición, mucho más viejos que nosotros.
Algo similar ocurre cuando nos encargan, por ejemplo, la reparación de un antiguo tejado y, aprovechando el andamio, nos ponemos a eliminar desaforadamente las pátinas de sus fachadas, consolidar sillares, reconstruir formas y volúmenes o reinterpretar espacios interiores. Total, ya que estamos allí…
Un día, el médico de nuestra abuela nos llama para comunicarnos el alta médica y que ya podemos pasar por el hospital para recogerla. Cuando llegamos a la recepción, no reconocemos a nuestra abuela porque la mujer que allí nos espera, se parece extraordinariamente a nuestra madre, o lo que es peor, a su nieta.
En aquellos años de juventud profesional, nuestro afán restaurador borró signos de antigüedad del edificio. Hoy comprendemos que “restaurar” es devolver la funcionalidad, la dignidad y no una malinterpretada lozanía del edificio. Los monumentos, al igual que los abuelos, son, por definición, mucho más viejos que nosotros.
La ruina y los
despojos que el paso del tiempo dejan sobre la obra del hombre y, en especial,
sobre la arquitectura provocan en mí una atracción magnética. Es ya norma
irrenunciable de mi taller mostrar en los viejos edificios los restos
consolidados de sus heridas, integrando conceptualmente sus cicatrices en los
proyectos de restauración que generamos. Compartir vida presente con restos
degradados pero auténticos nos parece mucho más interesante que ocultarlos bajo
nuevos revestimientos amanerados.
A partir de esta
percepción del edificio antiguo y estando de acuerdo en lo básico, pero no en
su totalidad, con los métodos o teorías de la restauración histórica y los
documentos más importantes de la disciplina, hemos diseñado una metodología de
intervención basada en tres fases consecutivas, compatibles y completas en sí
mismas. Cada una de ellas nos permite entregar el edificio en mejor disposición
de ser vivido y comprendido. A veces basta con una sola. En algunas ocasiones
afrontamos el programa completo.
Llamamos a estas
tres fases: “de restauración por sustracción o deconstrucción”; “de
restauración objetiva” y, por último, siempre que el promotor lo admita y
lo comprenda, “de restauración creativa”.
Los edificios, a lo
largo de su biografía, acumulan cosas. En la mayoría de los casos, adiciones
con o sin fundamento, trastos, reparaciones improvisadas, distribuciones
incoherentes, añadidos, testigos sordos de sus ocupantes, muñones, arañazos,
historias. Eliminar ese desorden es lo que denominamos “restaurar por sustracción” y,
para eso, aprovechamos interesadamente una de las más consensuadas acepciones
de la palabra “restaurar”:
recuperar, recobrar, volver a poner una cosa en el estado o estimación que
antes tenía.
¿Existe en realidad
un “estado original”? ¿Cómo es posible cumplir el mandato, tantas veces
pretendido por los organismos públicos encargados de la tutela del patrimonio
cultural, de devolver el monumento a su estado original? ¿En qué momento una
pieza de arquitectura deja de ser “original” para ser ya un edificio
irreversiblemente “manipulado”? El término “restauración” es un
concepto cambiante. Siempre fue así, pues en su esencia implica un
planteamiento intelectual frente al concepto que en cada momento presente se
tiene del pasado.
El historiador
español Dr. Javier Rivera, uno de los
mayores expertos en historia de la restauración ibérica, defiende que genéricamente,
“restaurar” consiste en “repristinar (de “prístino”, adjetivo que
procedente del latín “pristinus” significaría antiguo, primero,
primitivo u original) un producto arquitectónico, una obra de arte o una
realización humana, por medio de cualquier intervención posible”. La verdadera
complejidad de esta definición se plantea ante el hecho de que la
“arquitectura”, como ya hemos adelantado, tiene multitud de valores intrínsecos
y, por tanto, todos ellos (estéticos, religiosos y/o litúrgicos, históricos,
políticos, documentales, artísticos, funcionales, o todos ellos a la vez), a
veces de manera claramente contradictoria, son susceptibles de ser restaurados.
Restaurar implica, invariablemente, destruir una parte de
lo recibido. Por eso, antes de
borrar para siempre algo que allí existió preferimos sencillamente “eliminar
el desorden”, revisando inmediata y nuevamente la propuesta inicial.
La “restauración objetiva”, 2ª fase de nuestro método, es
heredera de la teoría promulgada por Antoni González y su equipo. Se basa en dos principios fundamentales:
considerar que el objetivo genérico de la restauración es proteger el triple
carácter (arquitectónico, documental y significativo) del monumento y, en
segundo lugar, tratar de mantener la herencia tanto del creador original del
monumento como de la sociedad en la que surgió, pero sin renunciar a un
lenguaje arquitectónico propio y contemporáneo y, cuando sea necesario,
efectuar readaptaciones a nuevos usos. Las fases esenciales de este método son
cuatro: el conocimiento de
la compleja naturaleza del monumento y de su entorno; la reflexión en la que plantear
los objetivos, fines y criterios que guiarán la actuación; la intervención y el mantenimiento permanente
posterior.
Y por último, voluntad
de alcanzar una “restauración creativa”, a la manera, en cierto
modo, de las intervenciones del maestro Carlo Scarpa sobre edificios ya existentes y que podrían incluirse
dentro de un supuesto (por inexistente) movimiento teórico que denominamos así y que permitiría transformar sutil
y sensiblemente lo pre-existente para volver a introducirlo en el debate
arquitectónico moderno. Así, si revisamos la restauración del ala de
habitaciones de la antigua fortaleza de Verona para convertirla en sede del Museo di Castelvecchio observamos un desinterés
evidente por seguir una determinada teoría de la restauración (arqueológica, estilística o científica)
y un posicionamiento claro a favor de mostrar la evolución constructiva
(incluso histórica) del monumento, haciendo visible para el visitante la
biografía del edificio, a través de la exposición ordenada de las diferentes
épocas que lo hicieron posible.
En la soledad de su
mesa de operaciones, el Dr. Aza, frente al cadáver de Evita pensaría,
inevitablemente, qué rostro del mito entregar a la sociedad: ¿la enferma
prematuramente envejecida y devastada por el cáncer, el dolor y la agonía de
sus últimos días?; ¿la joven actriz que enamoró al general?, o ¿la mujer que
marcó un hito en la historia del pueblo argentino?
En 2011 se
inauguraron los últimos 3 trabajos que nuestro taller de arquitectura tenía en
marcha en España. En una primera impresión, ninguna de aquellas restauraciones estaba
completamente finalizada. Muchas cosas no habían sido restauradas. Las habíamos
dejado, a propósito, así.
El 22 de noviembre
de 1955, durante la dictadura militar argentina que derrocó al presidente Juan
Perón, un comando del teniente coronel Carlos de Moori Koenig secuestró el
cuerpo de Evita. Los restos de Eva Perón, parcialmente desfigurados fueron
recuperados en 1971. Fue necesaria una segunda restauración.
¿Cómo afrontar, a
la manera circense, el más difícil todavía? La restauración de una obra ya manipulada:
la restauración de un edificio previamente restaurado (bien o mal restaurado). Coherentemente,
este artículo, queda inconcluso también.
Mientras tanto,
siempre podremos entretenernos con la relectura de “Esa mujer”, el
conocido cuento de Rodolfo Walsh que tiene como excusa argumental aquel rocambolesco
secuestro.
Buenos Aires, 30 de
julio de 2012
Imagen inicial del
articulo: un fotograma de “la piel que habito” (2011). Revista de Arquitectura. Agosto 2012. Sociedad Central de Arqutiectos (fundada en 1904). C/ Montevideo. Buenos Aires. República Argentina.
En la película, la
piel que Vera (Elena Anaya) habita no es la propia. Su cuerpo fue mutilado,
transformado y finalmente recreado por el Dr. Ledgard (Antonio Banderas). Hasta
el momento último film del director manchego, fue estrenado el día 2 de
septiembre de 2011. Un par de días antes, Pedro Almodóvar presentó en el
segundo canal de la televisión pública española su película (La2). La
entrevista, de 36 minutos de duración, se realizó en el Instituto de Patrimonio
Histórico Español, IPHE, un edificio magnífico de los arquitectos Fernando
Higueras y Antonio Miró, hoy curiosamente sede del organismo de tutela que
depende del Ministerio de Cultura del Gobierno de España. “La piel que
habito no podría haberla hecho antes que ahora. Es una película que se
puede hacer más allá de los cuarenta (años), una película para la que necesitas
vivir unas cuantas décadas y haber hecho (con éxitos y fracasos) 17
largometrajes anteriormente. Eso es algo que tiene que ver con la madurez”
(Pedro Almodóvar, para rtve, 31 de agosto de 2011).
[1] Informe
de la Construcción, Vol. 43, número 413, mayo/junio 1991, págs. 5 a 20, Antoni
González Moreno-Navarro.
[2] La
exposición "Yves Saint Laurent", en el Instituto de Cultura de la
Fundación Mapfre de Madrid (Paseo de la Castellana, 23), pudo verse desde el 6
de octubre de 2011 hasta el 8 de enero de 2012.
[3] La
entrevista citada se publico en El
País Semanal (número EXTRA, 2 de octubre de 2011, Eugenia de la Torriente, páginas 28 a
36) la he leído varias veces, por la similitud que trasciende entre el mundo de
la moda y el de la arquitectura. O al menos, a mí me lo parece.