El amortal (un relato breve de Luis Cercós; Mylopotamos, Tesalia, 2023).
La nomortalidad la sientes de la misma manera en que un día tus ojos dejan ya de enfocar bien las manecillas de tu reloj de pulsera; o de bolsillo, si eres tan viejo y decadente como yo. Sí, nací hace ya mucho tiempo, unas décadas antes de que el mundo cambiara de dirección y afortunadamente para siempre, aunque en algunos lugares todavía no hayan llegado noticias de aquello. Apenas me acuerdo del momento en que bebí, probablemente por error, del líquido que cambió mi percepción del tiempo y, en consecuencia, también del espacio. Desde hace mucho que simplemente dejo transcurrir los días entre lecturas que conservo y escrituras que sistemáticamente destruyo, en los sótanos profundísimos de un célebre edificio que por aquel entonces no estaba ni siquiera imaginado. Allí me protegí cuando murió el último de los míos. Me trajo aquí otro de mis desafortunados compañeros de amortalidad, en el momento justo en que debemos apartarnos de la vida activa para no jugar con ventajas; pero sobre todo cuando nos llega el momento crucial en el que comprendemos que nunca más volveremos a ser felices. También para que no se sepa de nosotros y se nos torture inútilmente, como sistemáticamente pasó con otros de nuestra extraña especie. Salgo pocas veces de allí, casi siempre de noche, y cuando lo hago siento el peso del tiempo en mis rodillas, sobre todo en la izquierda, que ya no me sostiene bien. Esta ciudad, la última en la que verdaderamente viví y en la que hoy simplemente sobrevivo, apenas la reconozco, pues mi vista es mala y ya no soy capaz de ubicar sus íconos, algunos de los cuales ya ni siquiera están. Es cierto que a veces añoro el sol, pero tampoco recuerdo bien si aquellas últimas casas junto a las que me bañé, en el sol y con el sol, estaban en esta o en la otra orilla del Atlántico. Y más aún, soy incapaz de recordar si era océano o si era mar, si esas casas estaban lejos de aquí o no. Supongo que sí, supongo que estaban muy lejos de aquí. Pero en realidad no importa. El tiempo borra los detalles y ya solo se recuerdan sensaciones: el dolor de la piel quemada, gajes de aquellos veranos de la infancia; el sabor del aceite de oliva y del ajo; los higos, las uvas y los primeros vinos; el color rojo de las sandías; el olor del romero y de la albahaca. Recuerdo muchas veces la mirada de mi esposa y la sonrisa de mis hijos. Por todo ello es extremadamente triste la vida de los nomortales, cuando llega el día en que se empiezan a difuminar los exactos rostros de los que fueron los tuyos. Por supuesto, ya no me acuerdo del lugar exacto en el que estaba mi Ítaca, pero sé que no fue una sino varias, lugares donde fuimos lo que en esos momentos queríamos ser. Eso sí lo recuerdo.
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