Había una vez un hombre de éxito aparente que empezó a pensar en huir de su éxito aparente.
A los pocos días, casi instintivamente, comenzó a alimentarse con frugalidad, sustituyendo las grandes ingestas por cantidades moderadas.
A la semana siguiente, por casualidad, supo de la pauta oriental según la cual un cuerpo humano sólo necesita cuatro alimentos para alejar de sí toda enfermedad: el arroz y la soja cocidos, té verde en infusión y un poco de pescado.
De cada prenda de su guardarropa conservó sólo dos unidades (dos trajes, dos camisas, dos pares de zapatos, dos jerséys, dos corbatas, dos abrigos y dos chaquetas de entretiempo); sólo observó superávit con la lencería y los calcetines, por evidentes razones higiénicas. Eliminó sombreros y gorros y cualquier complemento nacido con la estricta intención de mantener su cabeza caliente.
Tomó su agenda y tachó los teléfonos de los amigos que hacía más de dos años que no veía, de las amantes que hacía más de dos meses que no frecuentaba y de remotas novias que prefirió anclar en el pasado más lejano. Sólo conservó los números de conocidos bienintencionados, clientes actuales, algunos familiares que frecuentaba poco, más por distancia geográfica que por apetencia, y los de los anotados en su libreta en los últimos dos meses.
Habló de su repentina necesidad con la mujer con la que se casó quince años atrás; ella sonrió sin prestar credibilidad a lo recién escuchado, añadiendo jocosos comentarios relativos a una mezcla de supuestas nuevas amistades, exceso de horas de trabajo e inflación de atascos automovilísticos cotidianos.
No tenían hijos. Eso facilitó las cosas. Tomó el coche. En dos escasas horas llegó a la parcela en venta en la que días atrás había reparado accidentalmente. Telefoneó sobre el terreno a quién afirmaba ser su dueño y en ese mismo momento ambos apalabraron un acuerdo bilateralmente satisfactorio. Abrió el maletero y extrajo de su cartera un cuaderno de hojas amarillas de papel de cebolla. Hojeó sus primeras páginas, profusamente decoradas con sinópticos croquis arquitectónicos y, tras ello, enfocó su vista al horizonte.
En aquel lugar, aquel hombre, desnudo ya de todo lo accesorio, construiría una última casa: su pequeño y definitivo refugio.
Luis Cercós (LC-Architects)
http://www.lc-architects.com/