Mi hija pequeña está a punto de cumplir dos años y es de ella la combinación de letras y signos que da título a esta entrada. Me levanté unos minutos del ordenador para beber un vaso de agua y al regresar la encontré subida en mi silla y escribiendo.
Desconozco que es lo que ha querido decir, pero seguro que habla de lo linda que es su mamá o de algo por el estilo. Al fin y al cabo, su mágico mundo está fundamentalmente ocupado por todos nosotros, los perros que se cruzan con ella cuando sale al mundo, el agua, las cosas que hacen ruido al caer, los juguetes que cuelgan de la pared de su habitación y la continua manera de hacerse entender: con una sonrisa, con un llanto, con su manera de hablar o de gesticular y sobre todo, con su forma de imitar todo lo que la rodea.
No recuerdo el nombre del relato de Borges que un día me contó el amigo de un buen amigo mío, pero venía a decir aquella historia que había una vez una enorme biblioteca en la que estaban, perfectamente encuadernados, todas las combinaciones posibles de letras, símbolos y espacios. En esa biblioteca había millones de millones de volúmenes absolutamente ininteligibles, pero también entre ellos se encontraba, como simples y arbitrarias combinaciones más, obras como El Quijote de Cervantes, La Ilíada de Homero, la declaración universal de los derechos humanos, y varias guías telefónicas completas.
Había volúmenes pequeños, que contenían sólo una “a” y volúmenes enormes, como aquel que contenía miles de veces la letra “z”. Y entre uno y otro, sirva de ejemplo, el pequeño texto que reproducía un poema llamado Itaca, de un tal Cavafis.
Hoy en EL PAíS (contraportada, 24 de octubre de 2010) el escritor Ken Follett (Los Pilares de la Tierra, más de 100.000.000 de lectores) confiesa pícaramente que escribe al peso y le pagan por gramos: mil libras por gramo de libro.
Volviendo a Borges, la periodista (Karmentxu Marín) pregunta a Follet:
- No le gusta Borges. ¿Cómo se atreve?
- ¿Borges? Ah, ¿el escritor? Estoy intentando recordar un título de Borges y no puedo, y eso siempre es una mal señal.
Y mientras yo le doy vueltas al título de la historia que me sirve de excusa para hablar de mi hija, ella viene, me arranca el periódico y con una enorme sonrisa, lo arruga sin atisbo alguno de arrepentimiento. ¿Será quizá que a los bebés no les gustan los millonarios autores de best sellers?
Luis Cercós (LC-Architects)
http://www.lc-architects.com/
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