Estas memorias o
recuerdos son intermitentes y a ratos olvidadizos porque así precisamente es la
vida.
Ahora que me presento ante ustedes, muchos de mis recuerdos se han desdibujado al evocarlos, han devenido en
polvo como un cristal irremediablemente herido.
Soy un viejo y envejecido panel prefabricado
de hormigón armado cuya única vocación fue siempre la de servir de apoyo para
los antebrazos de cualquiera que un día decidiese asomarse a mi ventana. Tal
vez no viví en mí mismo; tal vez viví la vida de los otros.
Mis memorias no son las memorias de un panel de fachada. Aquél vivió tal vez menos, pero fotografió
mucho más. Mi piel muestra una
galería de fantasmas sacudidos por el fuego y la sombra de su época.
Vine al mundo en una fecha indeterminada de 1972 y fui uno
de tantos. Nada aparentemente me diferencia de los míos y solo la casualidad me
separó desde un primer momento del resto de mis hermanos. El presidente
apadrinó mi nacimiento, en su visita de inauguración a la fábrica de Quilpué.
Con su pulso y con su letra, tatuó su nombre sobre mi piel aún fresca, cuando
todavía no había terminado de fraguar el cemento que constituye mi esencia más
pesada y terrenal. Nadie podía prever en aquel momento lo que sucedería después
y el trágico final que esperaba a aquel hombre.
Soy esbelto, pero peso mucho y me cuesta moverme. Por eso
estamos condenados los míos a permanecer inmóviles y plantados en el mismo
lugar durante toda nuestra vida. Yo mismo fui colocado desde un principio a la
entrada de la factoría y desde allí estuve siempre sometido al capricho
permanente de la intemperie. Desde ese lugar vi marchar hasta su destino final
a cientos, quizá miles, de mis compañeros.
Comenzaré por decir,
sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la
lluvia. Esta lluvia fría del sur de América no tiene las rachas impulsivas de
la lluvia caliente que cae como un látigo y pasa dejando el cielo azul. Por el
contrario, la lluvia austral tiene paciencia y continúa, sin término, cayendo
desde el cielo gris.
Me dicen los médicos que me han tratado que esa lluvia es la causa principal de mi estado.
Una lluvia que atravesó mi piel y me caló hasta las huesos, que en mi caso son
de acero y se han corroído. Una lluvia que ha dilatado mis venas y ya no caben
dentro de mí, fisurando primero y fracturando después, la carne pesada y gris
que las recubre.
Soy oriundo de otras tierras. Mis padres y mis abuelos
fueron soviéticos. Nada extraño por otra parte, en una América Latina que no
puede ser entendida sin la emigración. Ellos, mis ascendientes, no llegaron
aquí por casualidad, pues Chile no está de paso hacia ninguna parte. Una línea
estrechísima al otro lado de los Andes, en una de las dos esquinas del mundo.
Fueron las circunstancias políticas y sociales de aquel momento, las que a
todos nosotros nos trajeron aquí.
Los comunistas hacen
una buena familia. Pasó el jazz, llegó el soul, naufragamos en los postulados
de la pintura abstracta, nos estremeció y nos mató la guerra … En este lado
todo quedaba igual … O no quedaba igual? … Después de tantos discursos sobre el
espíritu y de tantos palos en la cabeza, algo andaba mal … Muy mal … Los
cálculos habían fallado … Los pueblos se organizaban … Seguían las guerrillas y
las huelgas … Cuba y Chile se independizaban … Muchos hombres y mujeres
cantaban la Internacional … Qué raro … Qué desconsolador … Ahora la cantan en
chino, en búlgaro, en español de América … Hay que tomar urgentes medidas … Hay
que proscribirlo … Hay que hablar más del espíritu … Exaltar más el mundo libre
… Hay que dar más palos … Hay que dar más dólares … Esto no puede continuar …
Y no continuó. Todo cambió el 11 de septiembre de 1973. Unos
se fueron y otros llegaron. Niño como yo era todavía preguntaron por mi laico
pasado y me acristianaron, maquillándome para la ocasión hasta ocultar la
grafía de mi tatuaje. La ventana se transformó en hornacina y la luz en mariana
advocación. Y la gente comenzó a persignarse cuando pasaba junto a mí. Algunos
incluso se acercaban a tocar la imagen que durante mucho tiempo habitó en el
espacio vacío de mi interior.
La microscopía médica ha corroborado que entre mi cuerpo y
mi ropaje alguien colocó una suerte de lencería, un óleo quizá, con idea de que
mi nuevo vestido, rudo y agreste como era, no borrase irreversiblemente el
rasguño de quien fue mi padrino. ¡Qué intuición la de aquel albañil que también
ha envejecido en una vida paralela a la mía!
La fábrica terminó desmantelada, la democracia volvió y yo,
literalmente, caí en el olvido. Pasé años abandonado y tumbado. La humedad
acumulada en mi espalda se extendió por todo mi cuerpo. Un día alguien me pisó
y mi carne trémula empezó a desmoronarse. De ahí proceden la mayoría de mis
cicatrices. Hilos de óxido rojizo comenzaron a manchar irreversiblemente mi
piel.
Las sales y el spray marino propio de un país en el que la
costa está para bien y para mal cerca de todos sus rincones; el sol ardiente;
la lluvia; el orín y los excrementos de animales que vuelan o reposaron junto o
sobre mí; el viento y las polinizaciones; los sulfatos; mis años de pobreza en
los que apenas tuve preocupación por mi salud y mi mantenimiento; ataques
ácidos o bacteriológicos; pinturas inadecuadas que modificaron mi capacidad de
respuesta a cambios térmicos o de humedad; todo eso terminó por envejecerme y
casi puso punto final a mis peripecias.
De nuevo el destino se interpuso en mi vida. Como ocurre con
todos y cada uno de nosotros, por otra parte. Un grupo sindicalista me
reconoció cuando ya no me reconocía ni la madre que me parió. La prensa habló
de mí y de mi vida y la Universidad fijó los ojos en mí.
Y aquí me tienen, embajador de mi país en tierras lejanas.
Cuando llegué me di cuenta de que tenía que
pagar un pesado tributo a mi vanidad. Había aceptado este puesto sin pensarlo
mucho, dejándome ir una vez más por el vaivén de la vida. Eso de ser embajador era algo nuevo e incómodo para mí.
Pero entrañaba un desafío.
La
ruina y los despojos que el paso del tiempo dejan sobre la obra del hombre y en
especial sobre la arquitectura, provocan en la mayoría de los humanos una
atracción magnética. Restos degradados pero sanos. Restos degradados y
envejecidos, sugerentes, dignificados, hermosos. A pesar de haber nacido en un
pasado no muy lejano y de seguir siendo un objeto arquitectónico vivo aún
podría yo servir para aquello que fui engendrado: limite parcial del hogar que
compartiera con mi familia.
No verán eso mis
ojos ni los de ustedes, pues las circunstancias me han investido de un valor
adicional -intangible, atmosférico, subjetivo-. ¡Qué le vamos a hacer! Este es
mi destino.
Desde hace años
colecciono conocimientos que no me sirven de mucho porque navego sobre la
tierra. Pronto regresaré a Chile, a mi país oceánico, y mi barco se acerca a
las costas de África. Ahora vengo de otra parte. He dejado atrás el último
santuario azul del Mediterráneo.
No sé exactamente dónde viviré los últimos años de mi vida,
pero seguramente será en mi Quilpué querido.
Miro largamente las aguas. Sobre ellas navego hacia otras aguas: las olas
atormentadas de mi patria.
Siempre me consideré hijo del ingenio y de la evolución. Me
siento parte de una arquitectura anónima que abarca muchos de los ingenios
ideados por el hombre para satisfacer sus necesidades más primitivas: cobijo,
vestido, lugar para reunirse, para alimentarse, para comunicarse, para
reproducirse, lugar para rezar. O tal vez, ninguna de ellas. O quizá, solamente
soy una herramienta hasta alcanzarlas.
Vida y muerte de la arquitectura: arquitectura y ruinas de
arquitectura. Como la propia vida, un intermedio entre lo que fuimos antes
de nacer y lo que seremos tras dejar este mundo.
Luis Cercós
Santiago, Chile
P.D. las frases en cursiva que sirven de hilo conductor de
este texto proceden de las memorias de Pablo Neruda, premio Nobel de Literatura
1971. Amigo personal y colaborador político de Salvador Allende, ambos murieron
en el breve lapso de 12 días, entre el 11 y el 23 de septiembre de 1973.
Comienza así el penúltimo párrafo de las memorias del poeta: “escribo estas rápidas líneas para mis
memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte
a mi gran compañero el presidente Allende”.
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