domingo, 19 de agosto de 2012

LA resTAURacIÓN como RELIgiÓN


Fervor de Buenos Aires, publicado inicialmente en 1923, es, como sabéis, el primer libro de poesía de Borges. Por razones personales me identifico con su título y con todas las diferentes acepciones de la palabra “fervor”: entusiasmo desbordante, ardor apasionado, interpretación afectuosa (en este caso de la ciudad), celo ardiente hacia las cosas de la religión. Llegados a esto, hablemos de la defensa del patrimonio urbano como religión (“el patrimonio es mi laica religión”, qué decía uno de mis maestros más anárquicos, el Dr. Arquitecto Ignacio Gárate Rojas). Toda militancia conlleva riesgos: fundamentalismo, renuncia a la razón, intransigencia, negación de la modernidad, superstición, intolerancia hacia quienes piensan lo contrario que nosotros. ¡No!, el patrimonio no es motivo para iniciar una nueva cruzada entre progresistas y fundamentalistas sino el vínculo que une a nuestra generación (también a los que no están interesados en él) con las generaciones pasadas: ¿acaso no es cierto que Buenos Aires es lo que hoy es gracias, precisamente, a su pasado desordenado, desaforadamente ecléctico, mestizo, caótico, libre y absolutamente multicultural?

Siendo evidente que la llegada masiva de la emigración transformó el puerto en metrópolis, permitidme que os hable con la actitud y humildad del emigrante que hoy soy, recién llegado desde la vieja, herida y arruinada Europa. En mi actual posición de advenedizo y orgulloso consorte y padre porteño, no estoy en condiciones aún suficientes para profundizar sobre la posible y previsible laguna legal que, en el entorno de la muy mencionada últimamente Ley 2548, quizá haya permitido a especuladores sin principios destruir algunas piezas del patrimonio común de Buenos Aires. Pero dicho esto, es evidente que congelar el tejido urbano sin más motivo que su fecha de construcción no parece tener un sólido y suficiente apoyo científico. Comparto pues la opinión de quienes consideran arbitrario fijar la protección del patrimonio urbano de la ciudad en el año 1941 y anteriores, por más que sea esa la fecha de su primer catastro. Incluso quienes defienden esa fecha reconocen que aquel instrumento normativo sólo protegía un pequeño polígono de la capital y estaba documentado exclusivamente con fotografías aéreas.

La vejez por sí misma no tiene valor si no está acompañada de la experiencia y la reflexión. No es tampoco lo mismo “viejo” que “antiguo”, pues mientras que lo primero implica obsolescencia, lo segundo presupone valores consolidados. En el caso de Buenos Aires, el año 1941, a la manera de la novela de Orwell (1984) no puede suponer la existencia de un Gran Hermano que persiga, vigile y esclavice. ¡No! El patrimonio cultural en general no es una cadena cerrada, dolorosa e inquisitorial que cercene la libertad de todos y que limite en exceso la transformación de la ciudad. El patrimonio, como bien común que es implica un cordón continuo e infinito que debe también permitir a cada generación, incluso en sus centros históricos, ¿por qué no?, engarzar otro tipo de joyas. Ya lo dijo Mies, a su vez también profeta de esa otra religión que se llamó movimiento moderno: “Cuando en un collar falte una perla, siempre es mejor opción sustituirla por una esmeralda auténtica que por una perla falsa”.

La restauración implica negación del fundamentalismo por estar esta “religión” huérfana de dogmas. ¿Cómo explicar a los jóvenes que se acercan a esta disciplina que la historia de la restauración es una cadena interminable de pruebas y errores que, con intención de proteger el patrimonio ha conseguido, en muchas ocasiones,  precisamente lo contrario? Esto es, destruir y falsificar.

Mientras camino por sus calles, miro y admiro la ciudad de Buenos Aires con la ilusión de que un día llegue también a ser la mía: mi ciudad. Esta ciudad divertidamente crispada está poblada de incompletos collares de perlas, de obras de arte, de mágicos símbolos del ayer. Huelo Buenos Aires, toco sus texturas y absorbo las atmósferas que no se deberían perder. Pero al igual que una cebolla exige que retiremos entre lágrimas sus diferentes capas para poder degustarla, presiento que la vieja María del Buen Aire reclama -a quienes trabajan ya con ella, para ella o sobre ella- un tipo de intervención que pudiera transformarla, no en falso ni impostado Pigmalion de nadie sino en ejemplo de una nueva manera de intervenir sobre el patrimonio cultural arquitectónico. Estoy hablando de una nueva metodología que sirva para toda esa multitud de ciudades del nuevo mundo emergente que ya ha aprendido de la vieja Europa lo que no se debe hacer.

La historia de la restauración está llena de buenas intenciones con múltiples ejemplos de desastrosos resultados. Restaurar es elegir y, por tanto, también destruir. Buenos Aires tiene una gran ventaja: su patrimonio, al menos en apariencia, todavía no ha sido irreversiblemente violado (casi nadie lo tocó) ni sodomizado (salvo muy escasas excepciones nadie separó indiscriminadamente sus intestinos para dejar congeladas y colgadas de la nada las viejas fachadas de la ciudad, en estrategia que se demostró completamente equivocada en Europa). 

Conserva todavía la ciudad autónoma de Buenos Aires, los valores intrínsecos que se suponen adheridos a las manos de los arquitectos y albañiles que la construyeron. Sobre sus revocos, hoy parcialmente desconchados no veo aún la mano de brillos sintéticos que camuflen su rostro. Sobre sus ruinas y muñones no veo enfermedad terminal sino el simple paso del tiempo.

Camino por San Telmo, por La Boca, rodeo los muros del cementerio de Recoleta, paseo por sus grandes y majestuosas avenidas decimonónicas y me ilusiona pensar que muchos son todavía los secretos escondidos tras sus muros, ornamentos y estructuras. Veo edificios que no han sido avasallados aún con técnicas y presupuestos desbordantes que solo hubieran servido, como ya ocurrió en otros lugares del mundo, para dejarlos no nuevos sino “como nuevos”, atacados por el mal de la reconstrucción. La reproducción indiscriminada, digo, es el mayor enemigo de la autenticidad y el aliado perfecto de las espantosas falsificaciones que imitan o recrean atmósferas presuntas que en realidad no existieron jamás.

Entro en algunos edificios de Buenos Aires y siento que me encuentro bien precisamente en aquellos que están menos restaurados. Encuentro en ellos el elogio y la magia de la ruina y no he sentido en Buenos Aires, por el momento y salvo muy escasas excepciones, el desasosiego que me produce el brillo aparente de la falsa alquimia o el amargo sabor del pastiche.
Buenos Aires, 2 de agosto de 2012

ING. LUIS FRANCISCO CERCÓS GARCÍA (Madrid, España, 1965), socio nº 26.618 de la Sociedad Central de Arquitectos de la República Argentina, SCA, es Ingeniero de la Edificación (colegiado 8223 del Colegio Oficial de Ingenieros de Edificación de Madrid) y diplomado en Arquitectura por la Universidad Camilo José Cela de Madrid, Máster en Restauración y Rehabilitación del Patrimonio por la Universidad de Alcalá y Arquitecto Técnico por la Universidad Politécnica de Madrid. Entre 2000 y 2004 cursó estudios de historia en la UNED (España, Universidad Nacional de Educación a Distancia). Medalla de honor de la Universidad Jaguelónica de Cracovia (Polonia, 2007). Antiguo profesor de la Escuela Politécnica Superior de la Universidad Alfonso X el Sabio (Madrid). Académico Correspondiente en Madrid (Sección de Arquitectura) de la Real Academia de Bellas y Nobles Artes de San Luis de Zaragoza, asociada al Instituto de España (2006). Es miembro desde 2006 de la “Fundación Casas Históricas y Singulares” y ex consultor (1996-2011) del Ayuntamiento de La Solana (Ciudad Real, España) para la restauración de su centro histórico.