lunes, 14 de junio de 2010

uno, dos, tres


Hace unos meses, cenando en casa de unos amigos, Alfonso me (nos) contó una historia que sucedió no hace mucho tiempo en Italia. La traigo hoy a colación porque, en cierto modo, bien pudo haber sucedido esta noche y aquí, en España.

En una reunión de empresarios y banqueros, un joven cachorro italiano, acostumbrado a una vida sino fácil al menos regalada, recién graduado en Harvard y doctorado en Bolonia, con varios idiomas a sus espaldas y un papá preocupado por su futuro, se permitía explicar a los allí reunidos sus infalibles recetas contra la crisis.

Aburrido y cansado, un hombre delgado y anciano, aparentemente hecho a sí mismo, director de una importante entidad financiera estatal y antiguo político de responsabilidad, le convidó a cambiar de tema y continuar esa conversación en otro momento.

- Cuando usted quiera, profesor.

Respondió encantado el muchacho, interesado en visitar a aquel honorable señor al día o a la semana siguiente.

- No, joven, no me ha entendido. Le he dicho en otro momento, pero ese día no llegará, tenga la seguridad hijo, hasta que: primero, pierda usted la cabeza por una de esas jovencitas con la que dice salir y cuando esto suceda, ella le deje por otro (a ser posible, por uno de sus amigos); segundo, la empresa en la que usted haya puesto toda su ilusión, esperanza y todos sus ahorros, quiebre o sencillamente se hunda y; tercero, su mejor amigo le traicione. Cuando eso ocurra, vuelva usted a esta mesa y, en lugar de hablar, comparta con nosotros sus experiencias.