Pompeya encarna una de las paradojas más fecundas del patrimonio: su destrucción fue, al mismo tiempo, su salvación. La ciudad no se conservó a pesar de la catástrofe, sino gracias a ella. La ceniza y el lapilli, agentes de aniquilación, actuaron también como un velo protector, suspendiendo el tiempo y fijando un instante de vida cotidiana con una precisión imposible de reproducir por voluntad humana.
No es solo una ciudad romana excepcionalmente conservada; es un lugar, como Herculano: un depósito de memoria involuntaria. Frente a la ruina romántica, fruto del abandono, Pompeya pertenece a otra categoría: la del testimonio interrumpido, la del tiempo coagulado.
De esta interrupción nace una disciplina. El redescubrimiento de Pompeya y Herculano en el siglo XVIII no solo transforma la arqueología, sino que contribuye decisivamente a la constitución de la historia del arte moderna. La Antigüedad deja de ser una idea transmitida por textos y se convierte en experiencia material.
Como recordó Alois Riegl, el valor de antigüedad nace de la huella del tiempo, no de la perfección; y Cesare Brandi nos enseñó que restaurar no es volver a un estado original inexistente, sino asumir críticamente la historia material del objeto.
Pompeya nos obliga así a pensar la pervivencia más que la permanencia. A aceptar que el patrimonio vive de discontinuidades y pérdidas que, paradójicamente, lo hacen visible. La destrucción no es siempre el final del sentido: a veces es su condición de posibilidad.
Luis Cercos, París, diciembre 2025.
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