“Por fin un día nos encontrábamos poseedores de un título y recibíamos los primeros encargos –edificios modestos, pequeños- en los que se iba a emplear un capital que tenía que producir una cierta renta. Acudíamos entonces a los numerosos libros alemanes, franceses, austríacos, italianos, que llenaban nuestra biblioteca. Y después de un detenido examen de todos ellos, ninguno facilitaba la solución de los muchos problemas que se nos presentaban.
A fuerza de trabajo –y de equivocaciones y errores- fuimos resolviéndolos todos, y la obra, una vez contratada, comenzaba a ejecutarse.
Empezábamos a tratar con gentes que nos hablaban en un lenguaje extraño: cerrajeros, carpinteros, pintores y otros muchos. Teníamos que darles los dibujos de las cancelas de hierro, de los miradores, de la barandilla de la escalera; teníamos, entre otras varias, que dar la “memoria de carpintería”. ¿Qué clases de hierro emplearíamos en esas obras? ¿Qué escuadrías de madera deberíamos usar en los cercos? …
Entreteniendo a aquellos maestros de los distintos oficios aplazábamos sus consultas y nos poníamos a estudiar todas aquellas cuestiones, de las que no teníamos ni la más remota idea. Y entonces se nos ocurría coger un metro y ponernos a estudiar y a medir las puertas de hierro de las casas por las que pasábamos, los cercos de los balcones de nuestra propia vivienda, todos los detalles, en fin, que habíamos tenido ante la vista constantemente y que nadie nos había enseñado a ver.
Sensible es que en los numerosos años de nuestra vida escolar no se nos iniciase en estas cuestiones prácticas, para que el choque de aquélla con la realidad fuese menos brutal, y para que los maestros de los diferentes oficios, en sus primeras entrevistas con nosotros, no pensasen que, en vez de estudiar “Arquitectura”, equivocadamente habíamos seguido enseñanzas muy distintas”.
(Revista “Arquitectura”. Texto recogido en la obra Teodoro de Anasagasti “Enseñanza de la Arquitectura”, 1.923).