Acercarse a un viejo o antiguo edificio es un ejercicio que requiere, por igual, un cierto equilibrio entre modestia y vanidad; una dualidad que nos permite equilibrar la necesaria inconsciencia de intervenir sobre lo que han propuesto, en otro tiempo, arquitectos más dotados y, a la vez, sentirnos capacitados para aportar, cuando menos, la serenidad necesaria para devolver una pieza arquitectónica al lugar que nunca debió dejar de ocupar.
Ciertos edificios no precisan más que una sencilla reparación; otros, una profunda revisión. En contra de lo que suele aceptarse como dogma en los textos universitarios y académicos al uso (necesarios, sin duda, comenzar en esta profesión), de lo único de lo que hoy por hoy estamos seguros es de la absoluta convicción de huir siempre de la falsificación, tan común en muchas de las actuales intervenciones. Falsificar es reconstruir, reinterpretar, mentir; pero también es detener o congelar sin sentido.
Recuperar técnicas y materiales tradicionales es vital para conocer e intervenir sobre el patrimonio construido, pero eso no obliga a hacerlo con un lenguaje tímido, casposo o simplemente vulgar.
Restaurar no es sinónimo de disecar.
Y cuando aprendimos eso, dejamos inmediatamente de ejercer la taxidermia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario