lunes, 25 de agosto de 2014

A propósito de un panel prefabricado de hormigón




Estas memorias o recuerdos son intermitentes y a ratos olvidadizos porque así precisamente es la vida. 

Ahora que me presento ante ustedes, muchos de mis recuerdos se han desdibujado al evocarlos, han devenido en polvo como un cristal irremediablemente herido.

Soy un viejo y envejecido panel prefabricado de hormigón armado cuya única vocación fue siempre la de servir de apoyo para los antebrazos de cualquiera que un día decidiese asomarse a mi  ventana. Tal vez no viví en mí mismo; tal vez viví la vida de los otros.

Mis memorias no son las memorias de un panel de fachada. Aquél vivió tal vez menos, pero fotografió mucho más. Mi piel muestra una galería de fantasmas sacudidos por el fuego y la sombra de su época.

Vine al mundo en una fecha indeterminada de 1972 y fui uno de tantos. Nada aparentemente me diferencia de los míos y solo la casualidad me separó desde un primer momento del resto de mis hermanos. El presidente apadrinó mi nacimiento, en su visita de inauguración a la fábrica de Quilpué. Con su pulso y con su letra, tatuó su nombre sobre mi piel aún fresca, cuando todavía no había terminado de fraguar el cemento que constituye mi esencia más pesada y terrenal. Nadie podía prever en aquel momento lo que sucedería después y el trágico final que esperaba a aquel hombre. 

Soy esbelto, pero peso mucho y me cuesta moverme. Por eso estamos condenados los míos a permanecer inmóviles y plantados en el mismo lugar durante toda nuestra vida. Yo mismo fui colocado desde un principio a la entrada de la factoría y desde allí estuve siempre sometido al capricho permanente de la intemperie. Desde ese lugar vi marchar hasta su destino final a cientos, quizá miles, de mis compañeros.
Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la lluvia. Esta lluvia fría del sur de América no tiene las rachas impulsivas de la lluvia caliente que cae como un látigo y pasa dejando el cielo azul. Por el contrario, la lluvia austral tiene paciencia y continúa, sin término, cayendo desde el cielo gris.

Me dicen los médicos que me han tratado que esa lluvia es la causa principal de mi estado. Una lluvia que atravesó mi piel y me caló hasta las huesos, que en mi caso son de acero y se han corroído. Una lluvia que ha dilatado mis venas y ya no caben dentro de mí, fisurando primero y fracturando después, la carne pesada y gris que las recubre.

Soy oriundo de otras tierras. Mis padres y mis abuelos fueron soviéticos. Nada extraño por otra parte, en una América Latina que no puede ser entendida sin la emigración. Ellos, mis ascendientes, no llegaron aquí por casualidad, pues Chile no está de paso hacia ninguna parte. Una línea estrechísima al otro lado de los Andes, en una de las dos esquinas del mundo. Fueron las circunstancias políticas y sociales de aquel momento, las que a todos nosotros nos trajeron aquí.

Los comunistas hacen una buena familia. Pasó el jazz, llegó el soul, naufragamos en los postulados de la pintura abstracta, nos estremeció y nos mató la guerra … En este lado todo quedaba igual … O no quedaba igual? … Después de tantos discursos sobre el espíritu y de tantos palos en la cabeza, algo andaba mal … Muy mal … Los cálculos habían fallado … Los pueblos se organizaban … Seguían las guerrillas y las huelgas … Cuba y Chile se independizaban … Muchos hombres y mujeres cantaban la Internacional … Qué raro … Qué desconsolador … Ahora la cantan en chino, en búlgaro, en español de América … Hay que tomar urgentes medidas … Hay que proscribirlo … Hay que hablar más del espíritu … Exaltar más el mundo libre … Hay que dar más palos … Hay que dar más dólares … Esto no puede continuar …

Y no continuó. Todo cambió el 11 de septiembre de 1973. Unos se fueron y otros llegaron. Niño como yo era todavía preguntaron por mi laico pasado y me acristianaron, maquillándome para la ocasión hasta ocultar la grafía de mi tatuaje. La ventana se transformó en hornacina y la luz en mariana advocación. Y la gente comenzó a persignarse cuando pasaba junto a mí. Algunos incluso se acercaban a tocar la imagen que durante mucho tiempo habitó en el espacio vacío de mi interior.

La microscopía médica ha corroborado que entre mi cuerpo y mi ropaje alguien colocó una suerte de lencería, un óleo quizá, con idea de que mi nuevo vestido, rudo y agreste como era, no borrase irreversiblemente el rasguño de quien fue mi padrino. ¡Qué intuición la de aquel albañil que también ha envejecido en una vida paralela a la mía!

La fábrica terminó desmantelada, la democracia volvió y yo, literalmente, caí en el olvido. Pasé años abandonado y tumbado. La humedad acumulada en mi espalda se extendió por todo mi cuerpo. Un día alguien me pisó y mi carne trémula empezó a desmoronarse. De ahí proceden la mayoría de mis cicatrices. Hilos de óxido rojizo comenzaron a manchar irreversiblemente mi piel.

Las sales y el spray marino propio de un país en el que la costa está para bien y para mal cerca de todos sus rincones; el sol ardiente; la lluvia; el orín y los excrementos de animales que vuelan o reposaron junto o sobre mí; el viento y las polinizaciones; los sulfatos; mis años de pobreza en los que apenas tuve preocupación por mi salud y mi mantenimiento; ataques ácidos o bacteriológicos; pinturas inadecuadas que modificaron mi capacidad de respuesta a cambios térmicos o de humedad; todo eso terminó por envejecerme y casi puso punto final a mis peripecias.

De nuevo el destino se interpuso en mi vida. Como ocurre con todos y cada uno de nosotros, por otra parte. Un grupo sindicalista me reconoció cuando ya no me reconocía ni la madre que me parió. La prensa habló de mí y de mi vida y la Universidad fijó los ojos en mí.

Y aquí me tienen, embajador de mi país en tierras lejanas. 

Cuando llegué me di cuenta de que tenía que pagar un pesado tributo a mi vanidad. Había aceptado este puesto sin pensarlo mucho, dejándome ir una vez más por el vaivén de la vida. Eso de ser embajador era algo nuevo e incómodo para mí. Pero entrañaba un desafío

La ruina y los despojos que el paso del tiempo dejan sobre la obra del hombre y en especial sobre la arquitectura, provocan en la mayoría de los humanos una atracción magnética. Restos degradados pero sanos. Restos degradados y envejecidos, sugerentes, dignificados, hermosos. A pesar de haber nacido en un pasado no muy lejano y de seguir siendo un objeto arquitectónico vivo aún podría yo servir para aquello que fui engendrado: limite parcial del hogar que compartiera con mi familia.

No verán eso mis ojos ni los de ustedes, pues las circunstancias me han investido de un valor adicional -intangible, atmosférico, subjetivo-. ¡Qué le vamos a hacer! Este es mi destino. 

Desde hace años colecciono conocimientos que no me sirven de mucho porque navego sobre la tierra. Pronto regresaré a Chile, a mi país oceánico, y mi barco se acerca a las costas de África. Ahora vengo de otra parte. He dejado atrás el último santuario azul del Mediterráneo.

No sé exactamente dónde viviré los últimos años de mi vida, pero seguramente será en mi Quilpué querido. 

Miro largamente las aguas. Sobre ellas navego hacia otras aguas: las olas atormentadas de mi patria.

Siempre me consideré hijo del ingenio y de la evolución. Me siento parte de una arquitectura anónima que abarca muchos de los ingenios ideados por el hombre para satisfacer sus necesidades más primitivas: cobijo, vestido, lugar para reunirse, para alimentarse, para comunicarse, para reproducirse, lugar para rezar. O tal vez, ninguna de ellas. O quizá, solamente soy una herramienta hasta alcanzarlas.

Vida y muerte de la arquitectura: arquitectura y ruinas de arquitectura. Como la propia vida, un intermedio entre lo que fuimos antes de nacer y lo que seremos tras dejar este mundo. 

Luis Cercós
Santiago, Chile

P.D. las frases en cursiva que sirven de hilo conductor de este texto proceden de las memorias de Pablo Neruda, premio Nobel de Literatura 1971. Amigo personal y colaborador político de Salvador Allende, ambos murieron en el breve lapso de 12 días, entre el 11 y el 23 de septiembre de 1973. Comienza así el penúltimo párrafo de las memorias del poeta:escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende”. 

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