Hay novelas que, sin hablar de arquitectura, dicen más sobre la restauración que muchos tratados técnicos. Il Gattopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, es una de ellas.
En medio del derrumbe del viejo orden siciliano, Tancredi formula una frase que ha sido interpretada a menudo como cinismo político, pero que encierra una verdad mucho más profunda:
«Se vogliamo che tutto rimanga com’è, bisogna che tutto cambi».
Si queremos que todo permanezca, es necesario que todo cambie.
Leída desde la restauración arquitectónica, esta afirmación resulta sorprendentemente precisa. Porque restaurar no consiste en congelar un supuesto “estado original” —concepto frágil, a menudo imposible de demostrar—, sino en garantizar la continuidad de una presencia en el tiempo. Un edificio no sobrevive por inmovilidad, sino por su capacidad de adaptarse a nuevas circunstancias sin perder su sentido.
En toda restauración cambian muchas cosas: los usos, las normativas, las condiciones técnicas, la manera de recorrer el espacio, incluso la mirada de quienes se acercan al monumento. Cambia la funcionalidad, cambia el contexto, cambia la sociedad que lo habita. Y sin embargo, cuando el trabajo está bien hecho, algo esencial permanece.
Después de una intervención que, en apariencia, lo ha transformado todo, el monumento sigue estando ahí, reconocible, activo, necesario. Ya no es exactamente el mismo —como la Sicilia del príncipe de Salina—, pero sigue siendo él.
Por eso desconfío tanto de la restauración entendida como fetichismo material o como negación del tiempo. Restaurar no es impedir el cambio, sino gobernarlo. Aceptar la historia, asumir las capas, intervenir lo justo, cambiar lo necesario, para que lo esencial pueda seguir existiendo.
En ese sentido, la restauración es un acto profundamente contemporáneo y, también, profundamente ético: no busca devolver el pasado, sino permitir que el pasado siga teniendo futuro.
Quizá, al final, restaurar no sea otra cosa que aplicar con rigor y responsabilidad esa vieja intuición gatopardiana: cambiar las formas, las técnicas y los usos… para que la presencia, el recuerdo y la influencia del monumento sigan vivos.
LC, París, diciembre 2025.




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En la historia de la restauración solemos insistir en las diferencias entre autores: Viollet-le-Duc frente a Ruskin, los italianos de Boito y Giovannoni frente a los españoles de comienzos del siglo XX, o la formulación teórica de Brandi frente a los modelos administrativos franceses. Pero si se mira con atención, aparece algo más profundo y sorprendentemente estable: todas estas posturas, incluso las más distantes, parten siempre del presente.
Valadier interviene en Roma desde la cultura ilustrada de su tiempo; Viollet-le-Duc restaura con los criterios funcionales, constructivos y estilísticos del siglo XIX; Ruskin, defensor de la pátina, habla desde la sensibilidad moral y estética victoriana;
Boito y Giovannoni incorporan la lectura científica de los monumentos propia de su época; Brandi formula que la obra restaurada solo existe “en la conciencia del observador actual”, una de las ideas más sólidas de la teoría moderna; Françoise Choay demuestra que la noción de “monumento histórico” tiene sentido únicamente dentro de un marco cultural contemporáneo.
En España, el panorama confirma este patrón: Ricardo Velázquez Bosco interviene en la Mezquita de Córdoba y en otros monumentos desde la arqueología positivista y la sensibilidad historicista del siglo XIX. Leopoldo Torres Balbás, figura clave del siglo XX, desarrolla una restauración científica basada en el respeto estricto de las fases históricas, la mínima intervención y la reversibilidad: principios que siguen siendo válidos hoy.
La Mezquita de Córdoba, restaurada en distintos momentos y según criterios diversos, muestra con claridad esta idea: cada intervención responde a la cultura, el conocimiento y las necesidades de su propio tiempo.
Nadie trabaja desde el pasado: todos interpretan el pasado desde el presente.
Este hecho es constante a lo largo de la disciplina. Los edificios que existen hoy —románicos, renacentistas, barrocos, modernos— son contemporáneos entre sí porque los habitamos ahora.
Solo son pasado los edificios destruidos.
La restauración no es un viaje hacia atrás, sino una acción contemporánea sobre una obra heredada. Por eso, la única categoría verdaderamente común a todas las teorías no es el estilo ni la técnica, sino la pertinencia: intervenir de forma justa, lúcida y necesaria en el presente que nos toca vivir.
Esa idea —simple y a la vez profunda— es la que guía el libro que estoy escribiendo sobre la evolución de la disciplina, La Restauración como Conciencia del Presente.
LC, París, diciembre 2025