Luego quise poseer los libros que leía y empecé a comprarlos.
Más tarde a regalarlos, en ocasiones prestarlos, y unos años después a intentar, incluso, escribirlos. Quizá haya llegado el momento de volver disfrutarlos solo por unos pocos días, fugaz y casi furtivamente, entre aquellos que lo hagan antes y después de mí.
Tras un rápido vistazo al catalogo elegí un libro casi al azar. No conocía al autor (luego resultó que sí, al menos tangencialmente, pues Manuel Rivas lo era también del texto en el que se basó una película, de tristísimo final, que en su momento me pareció maravillosa, “la lengua de las mariposas”, pero su título, vinculado en cierto modo a mi profesión y también al recuerdo de mi abuelo, al que en muchas ocasiones vi con un lápiz grueso y rojo sobre su oreja derecha, hizo que me decidiese.
Leer mientras se viaja en Metro (o en subte como dicen allá, en tierras de mi mujer) es un placer: se hace un alto en el frenesí de la ciudad y te trasladas a otros mundos, a otros tiempos.
En la cárcel de Santiago de Compostela, en el verano de 1936, un pintor dibuja sobre la pared de su celda el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero. Un guardián lo observa fascinado.
“El pintor había conseguido un lápiz de carpintero. Lo llevaba apoyado en la oreja, como hacen los del oficio, listo para dibujar en cualquier momento. Ese lápiz había pertenecido a Antonio Vidal, un carpintero que había llamado a la huelga por las ocho horas y que con él escribía notas para “El Corsario”, y que a su vez se lo había regalado a Pepe Villaverde, un carpintero de ribera que tenía una hija que se llamaba Mariquiña y otra Fraternidad. Villaverde era, según sus propias palabras, libertario y humanista, y empezaba sus discursos obreros hablando de amor: “Se vive como comunista si se ama, y en proporción a cuánto se ama”. Cuando se hizo listero del ferrocarril, Villaverde le regaló el lápiz a su amigo sindicalista y carpintero Marcial Villamor. Y antes de que lo matasen los paseadores que iban de caza a la Falcona, Marcial le regaló el lápiz al pintor, al ver que éste intentaba dibujar el Pórtico de la Gloria con un trozo de teja”.
Y entonces levanté los ojos y pensé, como si de aquel lápiz que pasa de mano en mano se tratase, en la continuidad de la obra arquitectónica y me trasladé de nuevo en el tiempo a la Convención Nacional de la casi recién estrenada República Francesa, como aquel día en el que siendo estudiante escuché por primera vez que hay consenso en situar los orígenes jurisprudenciales de la conservación de monumentos en un decreto revolucionario de 1794:
“Los ciudadanos no son más que los depositarios de un bien del que la comunidad tiene derecho a pedirles cuentas. Los bárbaros y los esclavos detestan la ciencia y destruyen las obras de arte, los hombres libres las amas y las conservan”.
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