Ahora estaba solo. Contento y muy satisfecho. Conocía el edificio desde que era niño. Siempre lo asombró su ubicación. Junto al Palacio Real, sobre el viaducto. La luz, las dimensiones y sus magníficas vistas hacían de aquel piso una extraordinaria excepción.
Entró por primera vez en la vivienda al caer la tarde. El sol se estaba poniendo. La orientación oeste permitía ver la puesta de sol. Se quedó pegado a aquellos ventanales mientras la agente inmobiliaria no paraba de hablar. Él no la escuchaba. Al finalizar el ocaso lanzó una propuesta económica y preguntó sobre la posibilidad de transmitirla a los propietarios. A las tres semanas se formalizó la transacción.
Los vendedores, hijos de sus últimos moradores, habían dejado en la vivienda la mayor parte de la biblioteca familiar y él, antes de que los albañiles entraran al día siguiente, quería proteger todos aquellos libros. Se le ocurrió aprovechar los cajones de todos los armarios para apilar los volúmenes en el recibidor, junto a la puerta de entrada.
Al día siguiente, los albañiles, antes de comenzar las demoliciones, podrían bajar todos aquellos libros al trastero, donde permanecerían durante el período de reformas.
Tardó todo el día en desmontar los anaqueles y almacenar los libros en aquellos cajones. El grueso de la biblioteca estaba formado por una magnífica selección de novela contemporánea. También había libros de arte, de cocina, una pequeña colección de comics y muchos libros de medicina, posiblemente la profesión del anterior propietario.
Uno a uno los fue abriendo y limpiándoles el polvo. En ocasiones se detenía en algún ejemplar y leía la solapa. Los libros que le llamaban la atención los almacenaba en un cajón de mayor calidad, en donde sería más fácil localizarlos posteriormente.
Al terminar el trabajo, satisfecho, contó el número de cajones y el número medio de libros por cajón. Llegó a la conclusión de que había heredado, involuntariamente, más de 1200 ejemplares.
Estaba cansado. Se dirigió al cajón de los libros seleccionados y extrajo uno al azar. Se trataba de un libro de poemas. Mientras pensaba en quién heredaría sus libros, abrió aquel, aleatoriamente, y comenzó a leer. Se trataba de un poema de César Vallejo:
No vive ya nadie en la casa,
me dices.
Todos se han ido.
La sala, el dormitorio, el patio,
yacen despoblados.
nadie queda, pues que todos han partido,
y yo te digo:
cuando alguien se va, alguien queda;
el punto por donde pasó un hombre
ya no está solo.
Únicamente está solo, de soledad humana,
el lugar por donde ningún hombre
ha pasado.
Las casas nuevas
están más muertas que las casas viejas
porque sus paredes son de ladrillo o de piedra
pero no de hombres;
una casa viene al mundo
no cuando la acaban de edificar,
sino cuando empiezan a habitarla.
Una casa vive únicamente
de hombres, como una tumba,
de ahí esa rara semejanza
que hay entre una casa y una tumba.
Sólo que la casa se nutre de
la vida del hombre,
mientras que la tumba
se nutre de la muerte del hombre,
por eso la primera está en pie,
mientras que la segunda yace tendida.
No vive ya nadie en la casa
y yo te digo: cuando alguien se va
alguien queda;
las acciones y los actos
se van de la casa, en avión, en tren,
a caballo, a pie, arrastrándose.
Lo que continúa en la casa es
el órgano, el agente en gerundio
y en círculo.
Todos se han ido de la casa,
en realidad, pero todos se han
quedado en la casa, en verdad,
y no es el recuerdo de ellos lo que queda,
sino ellos mismos,
y no es tampoco que queden en la casa,
sino que continúan por la casa;
los pasos se han ido de la casa,
los besos, los perdones, los crímenes;
lo que continúa en la casa son los pies,
los labios, los ojos, el corazón;
las afirmaciones y las negaciones,
el bien y el mal, se han dispersado,
Lo que continúa en la casa
es el sujeto del acto; la vida.
Con un escalofrío cerró el libro. Miró a su alrededor. No parecía haber nadie. Sin embargo, por todos lados, restos de pinturas de diferentes colores, moquetas, antiguos papeles pintados sobre las paredes. Restos de una anterior forma de vida. Huellas, quizás, de fantasmas familiares todavía vivos. Aquellas paredes, aquellos suelos, aquellos libros. Todo aquello demostraba que allí hubo amor, vida, muerte, pudor. Niños llorando, corriendo, riendo. Jovencitas enamoradas. Personas leyendo. Gente comiendo.
De pronto comprendió que no fue él quien eligió vivir en esa casa.
Aquella casa lo había elegido a él.
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Luis Cercós escribió a lo largo de 2007 cerca de 300 textos breves. "Pasando el Ecuador" es el título bajo el que se editó por primera vez un puñado de ellos. El título nació de la creencia que el autor maneja de que quizá en aquellos momentos estaba surcando la mitad estadística y estricta de su propia vida, dada la actual esperanza de vida de los humanos en los países occidentales.
ISBN: 978-84-690-9711-3
Depósito Legal: M-54013-2007