¿Es la ciudad un lugar para vivir o un lugar donde morir poco a poco? No es fácil la vida en las grandes ciudades, pero tampoco difícil. El manual de instrucciones nos explica cómo levantarnos de la cama, ir a trabajar, dónde comprar el periódico o tomarnos un refresco, quedar con los amigos, ir al teatro, o al cine, o a un concierto. A movemos de un lado para otro en bus, en metro, en nuestro propio coche, en tren de cercanías, en taxi, o simplemente andando. Vamos, venimos. La mayor de las veces corriendo. Tenemos conexión con otros lugares. Bueno, no, perdón, con otros lugares, no. Lo que verdaderamente tenemos es conexión con otras ciudades, con otros puertos, con otras estaciones de ferrocarril, con otros aeropuertos. Así, entre ciudad y ciudad, va pasando la vida del hombre urbano. Y un día, las luces de neón se apagarán para siempre sin tiempo para volver a mojar nuestros pies en el riachuelo que pasaba por el pueblo en el que nació nuestra abuela o de volver a sentir bajo nuestro cuerpo la cálida y suave arena de la playa. ¿Qué imágenes está imprimiendo el padre urbanita en la memoria de sus hijos? ¿A qué olerán sus recuerdos? ¿Evocarán a sus abuelos al volver a sentir el calor del asfalto, el humo de las chimeneas o la desagradable sensación de gasolina en las manos tras repostar sin esos asquerosos e impersonales guantes transparentes e impermeables que son, cómo no, de plástico? ¿Dónde se perdió el olor de la tierra mojada o de la hierba recién cortada? ¿A qué huele hoy el bizcocho que antes de ser industrial fue casero o las sábanas que nunca han podido ser secadas bajo el sol, arrugadas esclavas de pragmáticas secadoras eléctricas? Al inicio del siglo XX, sólo el 10% de la población mundial vivía en ciudades. En 1950, sólo Nueva York y Londres tenían más de 8 millones de habitantes. En Bombay, la población se ha cuadriplicado en 30 años, la mitad viven en chabolas y 700.000 de sus habitantes duermen directamente en la calle. Corea ha tardado 40 años en pasar de 80% de población rural a 80% de población urbana. En 2015 habrá 27 megalópolis en países subdesarrollados y Tokio será la única ciudad rica entre las 10 más pobladas del mundo. Dicen que en ninguna otra ciudad del mundo se presta tanta atención a la tipología doméstica. Puede que sea así. Ojalá sea así. Sobre todo, por los habitantes de Tokio. En el resto (y temo que Tokio incluido), 100 millones de personas, la mayoría niños, nunca tendrán un domicilio fijo en el que vivir libres, aústeros y supuestamente felices.
Y en este panorama, cuando hoy leo con vergüenza que cinco imputados y seis implicados por corrupción figuran en las candidaturas autonómicas que el comité electoral del PP de la Comunidad Valenciana envió ayer a la dirección nacional de ese partido, yo, ingenuamente me preguntó: ¿en qué coño de democrática libertad se supone que vivimos?
Leo que en esencia, la libertad es el estado o la condición de quien no es esclavo o de quien no está preso, pero ocurre que en ocasiones, la libertad sólo puede manifestarse de manera opuesta: aceptando la prisión. Le pasó a
Marcelino Camacho al pasar entre rejas y entre rojos (encarcelados también, por cierto) la mayor parte de los últimos años de franquismo. Régimen dictatorial al que también por cierto, le habría encantado tenerle más tiempo en libertad, muestra inequívoca de que el sindicalista permanecía callado. La libertad la ejercieron los recluidos eligiendo la prisión de Carabanchel en lugar de elegir, pongamos por caso, llevar a sus hijos al colegio. La facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, o incluso de no obrar, indica mucha más libertad que el acto de acudir cada cuatro años a votar unas listas cerradas en las que los supuestos ciudadanos no han tenido ninguna opción de opinar. La posibilidad de acceso a una educación y una sanidad universal implica disfrutar de más libertad que el hecho de vivir en un país falsamente democrático, en el que sus nacionales o sus residentes (legales o alégales, pues no se debe admitir nunca la ilegalidad del que llega pobre, invisible y desarraigado) solo accedan a ellos a través de sus cuentas bancarias. La posibilidad de acceso a una hipoteca no garantiza el disfrute del derecho a la vivienda, de la misma manera que el pago de la cuota de ingreso no es suficiente para que los miembros del club te consideren, no un advenedizo, sino uno de los suyos. La libertad no se ejerce pagando recibos, impuestos y multas, sino ejerciendo la opción de costosos recursos que muchos no podemos financiar. La libertad no se debate en los parlamentos sino en los barrios más humildes de las ciudades, allí donde es prácticamente imposible que alguien nacido en un chamizo de cartón, pueda llegar a ser, no digo dueño, sino simplemente protagonista, secundario o no, de sus propios sueños.
Luis Cercós (LC-Architects)
http://www.lc-architects.com/
Las fotografías que ilustran esta entrada pertenecen a la película que en español se tituló
Caballero sin espada, (
Mr. Smith Goes to Washington, EE.UU.,
Frank Capra, 1939).
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