Sólo una canción de Joaquín Sabina la habré escuchado más de un millar de veces, una y otra vez, en aquellos días en que Mariela y yo teníamos todo un océano de por medio. Geográficamente hablando, claro (http://www.youtube.com/watch?v=Z3tT5Pc7i_0).
Veinte vidas hubiera yo tardado
en contar los lunares de su espalda.
Le debo una canción y algunos besos
que valen más que el oro del Perú,
sus huesos son sobrinos de mis huesos,
sus lágrimas los clavos de mi cruz.
Leí aquella desafortunada crítica musical que se publicó en EL PAÍS del 23 de junio de 2010 titulada Joaquín Sabina o el interés menguante. Y también la posterior contestación de Almudena Grandes en el mismo periódico, dos días después:
La objetividad solo existe en el terreno de las intenciones. Tras el loable propósito de emitir un juicio objetivo, se agita el bagaje de una vida entera, la suma de experiencias, dulces o amargas, que conforman la memoria de cada ser humano. Escribir es mirar el mundo para contarlo después, y dos personas pueden dar versiones antagónicas del mismo hecho. Las discrepancias radicales, sin embargo, solo sirven para provocar irrealidad.
El martes pasado, Joaquín Sabina volvió a llenar Las Ventas. Yo estuve allí. No pretendo ser objetiva, pero mientras le escuchaba, creí estar asistiendo de verdad a aquel concierto en el que su público se le entregaba con la misma extrema generosidad que recibía de un cantante de 61 años, que permaneció tres horas en el escenario. A la salida, y después, mientras volvía a casa en el metro, creí ver sonrisas, gestos de entusiasmo, y creí escuchar palabras de amor, calientes, jubilosas. Y no dudé en ningún momento de mis sentidos hasta que al día siguiente leí, en este mismo diario, la crítica de un concierto distinto, aburrido, senil, decepcionante. Desde entonces, me pregunto si las 20.000 personas que abarrotamos Las Ventas la otra noche estuvimos de verdad allí. Y, en ese caso, cómo es posible que un solo listo se haya atrevido a llamarnos tontos a todos sin que le tiemble el pulso.
El jueves pasado, Mariela y yo nos subimos al coche a eso de las 19:30, nos fuimos a Daimiel, provincia de Ciudad Real, escuchamos a Joaquín Sabina cantar durante 2 horas y media, nos tomamos un chocolate con churros en la feria y nos volvimos a Madrid. Llegamos a casa pasadas las 3:30 de la madrugada.
Sí, Joaquín Sabina ya no es lo que era. No en vano tiene 61 años. Su voz cada vez más cascada, su cuerpo cada vez más cansado (en 2001 sufrió un leve infarto cerebral del que salió sin secuelas físicas pero sí con una depresión que le apartó por un tiempo de los escenarios) y sus nuevos discos quizá no estén a la altura de 19 días y 500 noches, pero eso, francamente, no importa.
Porque allí, sobre el escenario, vimos a un maestro recorrer su carrera, cantar sus viejos temas, entregarse sobre las tablas de un pueblo manchego, alejado de la prensa nacional y de los grandes noticieros. Y nosotros estabamos allí.
Por cierto, en Daimiel nació, allá por 1913, Miguel Fisac. Otro maestro.
Luis Cercós (LC-Architects)
http://www.lc-architects.com/
luiscercos@hotmail.es
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