El pasado viernes saboreé la crítica de Carlos Boyero (EL PAÍS, Revista de Verano, página 47, "el juguete elevado a obra de arte") y desde ese momento tuve la imprescindible e inaplazable necesidad de ver Toy Story 3, la última creación de los genios de Pixar para Walt Disney.
“Después de excesivo tiempo fatigoso, aséptico, irritante o desolado para ese acto que siempre debería ser anhelante y feliz y que consiste en ir al cine, llega una película que colma las expectativas, de la que sales sonriente y conmovido, que justifica el precio de la entrada.
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El frenético arranque de Toy Story 3 es deudor de la última cruzada de Indiana Jones. Pero también hay comedia loca. Y terror (ese oso paternal que huele a fresa, ese bebé monstruoso), aventura, piedad, humor, tensión. También puede humedecerte los ojos. Ninguna vergüenza en ello. No falta ni sobra nada en esta obra maestra”.
Y efectivamente, volví a llorar, como no lo hacía desde aquellos tiempos lejanos en que veía por televisión aquel cine al que me aficioné como un loco, generalmente en blanco y negro y sábado por la tarde, cuando todavía no tenía edad para dormir la siesta. Películas que me han acompañado a lo largo de mi vida, una y otra vez, cada vez que necesitaba un amarre en el que apoyarme o una excusa para recordar la historia de aquellos capitanes intrépidos que vivían y morían en el mar (Captains Courageous, Victor Fleming, 1937) o las hazañas de los yanquis de Nueva York (The Pride of the Yankees. Sam Wood, 1942).
Cine con mayúsculas. Cine de verdad. Id a ver la última película de Pixar. Pero no le digáis a mi mujer que se me escapó una lágrima porque si no se va a vengar de mí cada vez que la vuelva a decir con cariñosa complicidad:
- ¿Te pasa algo en los ojos?. :-)
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