sábado, 3 de julio de 2010

El gozo del arquitecto

El pasado jueves 1 de julio, Vicente Verdú, a propósito del comienzo en el próximo otoño de las inauguraciones de los distintos edificios de Peter Eisenman que van a conformar la futura Cidade da Cultura de Galicia titulaba su artículo (EL PAÍS, vida & artes, página 38) “el gozo del arquitecto”.

“El arquitecto y casi todos los humanos –sean artistas o no- disfrutan en dos circunstancias extremas. Para los arquitectos, la primera se concreta en aquellos casos en que la dificultad del emplazamiento, la irregularidad del solar o la severa presión del presupuesto le oponen resistencia y le retan para salir finalmente airoso. Es la parte sacrificial pero heroica, masoquista pero de puro maçon.

La segunda circunstancia, mucho más infrecuente, es aquella en la que a disposición del señor arquitecto se halla todo en lo que un profesional podría soñar. Materiales, Libertad, Dinero, Salud y Reverencia.

De la primera opción, si acaba en éxito, nace una perla engastada. De la segunda, se alza, resultando triunfal, una histórica obra maestra”.

¿Pues qué quieren que les diga? No estoy en absoluto de acuerdo con la opinión del articulista en lo referido a las causas que producen el disfrute del artista ante la obra proyectada o ante el futuro edificio en construcción. En mi opinión, la sensación de placer no se encuentra tanto en la capacidad de resolver los propios problemas del oficio como en la sensación de alcanzar pequeños detalles de equilibrio formal, conceptual, innovador o simplemente arriesgado.

Ocurre en el ejercicio de la arquitectura algo parecido a lo que sienten los verdaderos aficionados y algunos toreros en tardes de poco éxito y mucho riesgo. Ya contaba en otra ocasión mi paulatino alejamiento de las plazas de toros, pero recuerdo con cierta añoranza la sensación de satisfacción que dejaba en ciertas localidades de aquellos poblados tendidos de Madrid cualquiera de las múltiples circunstancias que se pudieran producir en un instante de la lidia. Momentos irrepetibles y que, en la mayoría de las ocasiones, resultaban completamente imperceptibles para el gran público.

Si la obra maestra (una histórica obra maestra, como dice Verdú) quedase reducida a las obras de gran presupuesto, nos habríamos perdido las maravillosas historias que cuentan, por poner sencillos ejemplos, John Ford en El hombre tranquilo (The quiet man, 1952, ver fotografía), Jean Renoir en Esta tierra es mía (This land is mine, 1943) o Delbert Mann en Marty (1955).

Y retornando al mundo de la arquitectura, si la obra máxima y/o definitiva de un autor (como dice Verdú en otro párrafo de su artículo), tiene que ver simplemente con la dedicación exclusiva del autor o con el presupuesto que maneja, no seguiríamos estudiando en las escuelas de arquitectura, obras maestras absolutas como las que englosan la lista de las aparentemente sencillas casas que forman parte de la historia irrepetible e irrenunciable de esta disciplina.

Luis Cercós (LC-Architects)http://www.lc-architects.com/
luiscercos@hotmail.es

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