jueves, 19 de enero de 2012
ce qui dépend de nous
Como muchos de vosotros sabéis, durante 2011, una vez que comprendí que mi esposa en mi país no era feliz y que además yo, en España, tendría que esperar mucho tiempo antes de poder volver a hacer arquitectura o, al menos, de trabajar a satisfacción en ella ( y no me refiero a la posibilidad de ganarme la vida, más o menos bien, en actividades afines que parecen arquitectura pero no lo son, y entre las que la construcción es, por supuesto, una de ellas), mi mujer y yo, de mutuo acuerdo pero por diferentes circunstancias, decidimos mirar hacia nuestra querida y dulce Francia (locomotora junto a Alemania decían de Europa) y nos trasladamos a París. París bajo la lluvia, pues siempre es hermoso otoño en París. Y quien dude de esto, que vea la última escena de la última, por el momento, película de Woody Allen: minuit à Paris.
La aventura no salió mal, pero tampoco como la teníamos prevista. La capital de Francia fue, eso sí, la coartada para empezar a salir de Madrid. Eso es lo esencial. Y ambos, ella y yo, hubimos de volver a mirar ese globo global en el que se ha convertido la Tierra (sirva el juego de palabras en un mundo sin fronteras geográficas pero muy marcadas fronteras económicas) y acá estamos, en Buenos Aires, también de mutuo acuerdo y también por diferentes circunstancias: las de ella, las mías y las de ambos. Eso es, en cierto modo, lo mágico de vivir en pareja: las circunstancias condicionan la vida de cada miembro, pero no obligan sino que complementan. Apoyo recíproco, como dice la frase hecha: "dadme un punto de apoyo y moveré el mundo". En nuestro caso, apoyémonos y nos moveremos, al menos, por el mundo. No viviremos más que una vida (como todos), pero siempre hemos pensado que quien la lleva por diferentes sitios, tiene la posibilidad, de vez en cuando, de volver metafóricamente a nacer.
Y así, sin apenas hablar francés o con un francés, digamos “inventado” pude empezar, con ayuda de amigos de mi esposa, a trabajar en París, la ciudad en la que siempre quise hacerlo, y por la que siempre quise pasear al terminar mis jornadas. Aquello fue un hermoso espejismo. Pronto nos dimos cuenta, sin embargo, que los modestos encargos a los que yo podía tener acceso no serían suficientes para garantizar la estabilidad de nuestros hijos y tuvimos que volver a plantear, sin apenas deshacer las maletas, y son muchas veces ya en los últimos años, la idea de marchar. Marchar sin haber siquiera llegado, pues mi mujer y los niños, nunca llegaron a vivir allí.
Pero la experiencia sirvió para levar un ancla muy pesada, la que nos tenía atracados en España, amarrados a un lugar geográfico que cercenaría, de seguir allá, nuestra posibilidad real de seguir creciendo.
En aquellos meses, disciplinadamente, intenté leer en francés todo lo que caía en mis manos y, entre todo lo que leí, llevé durante varios meses en mi maletín la versión francesa de un libro de filosofía que intentaba recoger el pensamiento de un filósofo griego, esclavo de Roma durante su infancia, no muy conocido. O al menos no muy conocido para mí: Epícteto, estoico que vivió entre el año 55 y 135 de nuestra era.
Idealizaban los estoicos la sencillez y la sobriedad de la Roma pre-imperial, aquella anterior al siglo II a.C., cuando la relevancia económica y militar de Roma era aún escasa. Y yo, mientras intentaba traducir un texto complicado para mi nivel de francés, pensaba y añoraba una vida familiar y sencilla, quizá con un sueldo por cuenta ajena, sin más pretensión que la de esperar a la vejez en compañía de los míos, disfrutando de las cosas sencillas de la cotidianidad: cenar o comer todos juntos, ver una película, hacer el amor con mi mujer, ver crecer a mis hijos, jugar con ellos.
Se titulaba aquel libro “ce qui dépend de nous” y su tesis era aparentemente sencilla: el bien y el mal afectan a la parte más importante, mejor y más noble del ser humano: el libre albedrío, capacidad de elección que tiene cada ser humano. Las cosas que dependen de nosotros son libres por naturaleza y las que no dependen de nosotros, son frágiles. Pensamos que las tenemos y, como le ocurrió a Apolo con Dafne, de pronto desaparecen o se transforman en otras muy distintas.
Pero evidentemente, para elegir el bien hay que saber diferenciar entre los bienes que Epícteto llamaba verdaderos (los que dependen de nosotros, nuestros deseos, nuestros impulsos) y los que solo son bienes aparentes que no dependen de nosotros (la salud, las riquezas, la posición social).
Intento desde entonces con todas mis fuerzas luchar contra los bienes que no me dejan ser feliz y pretendo seguir mis impulsos: estar con los que quiero, disfrutar de ellos y hacerles la vida mejor. A veces, muchas veces, no lo consigo. Sobre todo lo último: hacerles a ellos, su vida mejor de lo que sería si yo no existiese. Sí, me ratifico, muchas veces no lo consigo, ... pero de verdad que lo intento.
Por eso estoy ahora donde estoy y lucho por volver a nacer: por mi esposa, por mis hijos (todos ellos, los que viven conmigo y los que no), por mi trabajo, por mí.
Y cuando algo que no depende de mí me vuelve a derribar, acostumbrado como estoy últimamente a besar demasiado la lona, intento de nuevo ponerme en pie y pienso: "otros, muchos otros, están peor y no tienen las posibilidades que yo".
Luis Cercós (LC-Architects)
Buenos Aires - Madrid
La aventura no salió mal, pero tampoco como la teníamos prevista. La capital de Francia fue, eso sí, la coartada para empezar a salir de Madrid. Eso es lo esencial. Y ambos, ella y yo, hubimos de volver a mirar ese globo global en el que se ha convertido la Tierra (sirva el juego de palabras en un mundo sin fronteras geográficas pero muy marcadas fronteras económicas) y acá estamos, en Buenos Aires, también de mutuo acuerdo y también por diferentes circunstancias: las de ella, las mías y las de ambos. Eso es, en cierto modo, lo mágico de vivir en pareja: las circunstancias condicionan la vida de cada miembro, pero no obligan sino que complementan. Apoyo recíproco, como dice la frase hecha: "dadme un punto de apoyo y moveré el mundo". En nuestro caso, apoyémonos y nos moveremos, al menos, por el mundo. No viviremos más que una vida (como todos), pero siempre hemos pensado que quien la lleva por diferentes sitios, tiene la posibilidad, de vez en cuando, de volver metafóricamente a nacer.
Y así, sin apenas hablar francés o con un francés, digamos “inventado” pude empezar, con ayuda de amigos de mi esposa, a trabajar en París, la ciudad en la que siempre quise hacerlo, y por la que siempre quise pasear al terminar mis jornadas. Aquello fue un hermoso espejismo. Pronto nos dimos cuenta, sin embargo, que los modestos encargos a los que yo podía tener acceso no serían suficientes para garantizar la estabilidad de nuestros hijos y tuvimos que volver a plantear, sin apenas deshacer las maletas, y son muchas veces ya en los últimos años, la idea de marchar. Marchar sin haber siquiera llegado, pues mi mujer y los niños, nunca llegaron a vivir allí.
Pero la experiencia sirvió para levar un ancla muy pesada, la que nos tenía atracados en España, amarrados a un lugar geográfico que cercenaría, de seguir allá, nuestra posibilidad real de seguir creciendo.
En aquellos meses, disciplinadamente, intenté leer en francés todo lo que caía en mis manos y, entre todo lo que leí, llevé durante varios meses en mi maletín la versión francesa de un libro de filosofía que intentaba recoger el pensamiento de un filósofo griego, esclavo de Roma durante su infancia, no muy conocido. O al menos no muy conocido para mí: Epícteto, estoico que vivió entre el año 55 y 135 de nuestra era.
Idealizaban los estoicos la sencillez y la sobriedad de la Roma pre-imperial, aquella anterior al siglo II a.C., cuando la relevancia económica y militar de Roma era aún escasa. Y yo, mientras intentaba traducir un texto complicado para mi nivel de francés, pensaba y añoraba una vida familiar y sencilla, quizá con un sueldo por cuenta ajena, sin más pretensión que la de esperar a la vejez en compañía de los míos, disfrutando de las cosas sencillas de la cotidianidad: cenar o comer todos juntos, ver una película, hacer el amor con mi mujer, ver crecer a mis hijos, jugar con ellos.
Se titulaba aquel libro “ce qui dépend de nous” y su tesis era aparentemente sencilla: el bien y el mal afectan a la parte más importante, mejor y más noble del ser humano: el libre albedrío, capacidad de elección que tiene cada ser humano. Las cosas que dependen de nosotros son libres por naturaleza y las que no dependen de nosotros, son frágiles. Pensamos que las tenemos y, como le ocurrió a Apolo con Dafne, de pronto desaparecen o se transforman en otras muy distintas.
Pero evidentemente, para elegir el bien hay que saber diferenciar entre los bienes que Epícteto llamaba verdaderos (los que dependen de nosotros, nuestros deseos, nuestros impulsos) y los que solo son bienes aparentes que no dependen de nosotros (la salud, las riquezas, la posición social).
Intento desde entonces con todas mis fuerzas luchar contra los bienes que no me dejan ser feliz y pretendo seguir mis impulsos: estar con los que quiero, disfrutar de ellos y hacerles la vida mejor. A veces, muchas veces, no lo consigo. Sobre todo lo último: hacerles a ellos, su vida mejor de lo que sería si yo no existiese. Sí, me ratifico, muchas veces no lo consigo, ... pero de verdad que lo intento.
Por eso estoy ahora donde estoy y lucho por volver a nacer: por mi esposa, por mis hijos (todos ellos, los que viven conmigo y los que no), por mi trabajo, por mí.
Y cuando algo que no depende de mí me vuelve a derribar, acostumbrado como estoy últimamente a besar demasiado la lona, intento de nuevo ponerme en pie y pienso: "otros, muchos otros, están peor y no tienen las posibilidades que yo".
Luis Cercós (LC-Architects)
Buenos Aires - Madrid
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