Me habló Cristina de la corriente teórica bautizada como “arqueología de la muerte” que básicamente considera que la estructura de una sociedad puede llegar a conocerse (o a interpretarse) a partir y a través del estudio de sus cementerios, considerando el “acto funerario” como exponente de las conductas sociales que caracterizan a toda sociedad.
Pero aún teniendo presente que esta disciplina no guarda relación con las excavaciones realizadas en el marco (y a veces con la excusa) de la Ley de Memoria Histórica, hemos de reconocer que aunque una “fosa común” no es en absoluto un cementerio en el sentido litúrgico, religioso e incluso social del término, es evidente que la búsqueda, investigación y descubrimiento de restos de seres humanos asesinados arroja importante luz (y algunas sombras) sobre conductas (en este caso absolutamente ilícitas e injustas) por algunos todavía justificadas en un periodo desgraciado, injustificado y vergonzoso de nuestra historia más o menos reciente (y permitidme que use de nuevo el mismo adjetivo).
“… algunos estudiosos ansían satisfacer su curiosidad profesional y su vanidad personal, saber si tenían razón en sus conjeturas y conocer al detalle por dónde le entraron las balas al poeta, (y) cosas así”.
Y recordé en ese momento que el descubrimiento de los cadáveres que entre los siglos XVI y XIX se fueron acumulando bajo los solados de la iglesia del Monasterio de Yuso en La Rioja se realizó paralelamente al conocimiento de la emocionante y entrañable noticia del engendramiento de mi hija menor (que hace poco cumplió sus primeros 3 años de vida y de edad) lo que me produjo, ante la visión de aquellos que un día fueron como yo, la sensación de pertenencia a una cadena invisible que eslabón a eslabón procede y a la vez nos remite, desde un pasado lejano a un futuro impredecible.
O el osario de la iglesia de Santa María de Wamba (Valladolid) donde en una de las paredes del claustro hay una pequeña puerta que esconde, sin duda alguna, uno de los auténticos tesoros de la iglesia, el osario (siglo XII) de la Orden de San Juan, en el que de forma constructivamente “aparejada” se guardan, unas fuentes hablan de mil y otras elevan la cifra a tresmil, calaveras y huesos humanos.
Es la muerte una consecuencia de la vida. Esto es evidente. Y entablar relación con los muertos puede llegar a generar efectos terapéuticos: todos calvos, todos desnudos, todos “en los huesos”. Iguales todos por tanto, no conviene olvidar eso en épocas de discriminación e intolerancia, ante la inexorable ley que marca el paso del tiempo.
Pero también debemos entender que algunos familiares de antepasados que nunca conocieron pueden tener legitimo derecho a preferir dejar a sus muertos en aquellos lugares en los que un triste día cayeron.
Buenos Aires
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