La película cuenta el ascenso y el descenso de Jonathan Shields(Kirk Douglas), desde que se hace cargo de la arruinada productora que hereda de su padre, “…no quiero conseguir loas de mi obra, sólo necesito hacer pelí¬culas que acaben con un beso y que me reporten pingües beneficios…”, hasta que implora la ayuda de sus viejos amigos, ahora queridos y añorados enemigos.
El fuerte carácter del protagonista y sus éxitos iniciales le hacen olvidar sus promesas y sueños iniciales, abandonando por el camino a los que él piensa que ya no le siguen o no le sirven.
Atacado por la soberbia y en lo más alto de su carrera, condicionado por una diferente manera de tratar una escena, despide airado, impulsiva e improvisadamente, al director de su producción más ambiciosa, pasando él a dirigir la película. La frustración que siente al ver el resultado final de su obra, es metáfora casi perfecta del proceso constructivo.
Los diálogos de Douglas (Shields) a los que aludo en el primer párrafo de esta entrada dicen, más o menos, así:
Una magnifica producción, un magnifico guión, un magnifico vestuario, una magnifica dirección artística, magníficos decorados, magníficas interpretaciones y una película deleznable. Mi enhorabuena al equipo. Mi pésame al director (él mismo).
La equivocación de Jonathan Shields fue tratar todas las escenas con igual intensidad y grandeza, no dejando al espectador descanso entre cumbre y cumbre. De la misma forma, en una pieza de arquitectura, no todo puede ser grandioso, por resultar permanentemente impostado y, en consecuencia, falsamente imponente.
El climax, la atmósfera, la magia, solo puede alcanzarse a través del respeto por un ritmo o por una composición que lejos de parámetros puramente académicos hoy en revisión, nos marquen una intención. No son los materiales o el importe del presupuesto lo más importante de nuestros proyectos.
Sólo la filosofía puede transformar nuestros encargos en obras de arquitectura.
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