La medicina es mi esposa legal, la literatura sólo mi amante (Antón Chéjov, en una carta escrita el día 11 de septiembre de 1888 a Alexéi Suvorin).
Una amiga periodista me ha enviado este delicioso artículo de
Juan Forn, publicado el pasado viernes en la contratapa del diario argentino Página 12.
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El arte de la evasión en puntas de pie.
Cuando Chejov llegaba a
su casa de campo en Melikhovo, ochenta kilómetros al sur de Moscú, hacía izar
una bandera para que los campesinos de la zona supieran que estaba. Había
comprado esa casa, donde tenía viviendo a toda su familia, con el dinero que
ganó como escritor, pero había empezado a escribir sólo para pagarse la carrera
de médico (de hecho, firmaba con seudónimo esas “bagatelas”, para no arruinarse
el nombre). Cuando triunfó, casi sin proponérselo, y sin creerse nunca del todo
su calidad como escritor, a los únicos pacientes que atendía los atendía
gratis, a la hora en que le golpearan la puerta. Una noche, tarde, estaba en
Melikhovo sentado frente al fuego con amigos cuando lo mandaron llamar de
afuera. Se demoró en volver y cuando le preguntaron el motivo de la tardanza
dijo secamente: “Era una consulta”. ¿Tan tarde? ¿Alguien conocido? Chejov
contestó, mirando al fuego: “Era una campesina. No la había visto en mi vida.
Necesitaba láudano”. No se lo habría dado sin más, dijeron sus amigos. Luego de
un largo silencio, Chejov contestó: “Vi en sus ojos que había tomado una
decisión. Hay un puente de piedra sobre el río, acá cerca. Si se tira, va a
padecer horriblemente antes de morir. Con el láudano le será más fácil”. Y, para
cambiar de tema, se puso a hablar de literatura (cuando hablaba de literatura
también lo hacía con el filo de un bisturí: a cada aspirante a escritor que le
mandaba sus manuscritos le daba el mismo consejo: “Corten, corten, corten donde
mienten. A todo cuento que escriban córtenle el principio y el final, porque
ésos son los lugares donde más mienten todos los escritores”).
Cuando hablamos de
Chejov siempre parece que habláramos de un hombre mayor. En todas sus fotos
parece haber nacido médico, sensato, sabio, salvo en una que le sacó su hermano
en Melikhovo, el mismo año en que ocurrió el incidente del láudano. Chejov
tenía treinta y cuatro años; aunque aún parecía un estudiante revoltoso, le
quedaban menos de diez años de vida, ya escupía sangre cuando tosía y tenía dos
hermanos muertos de tuberculosis, además de doce hermosas mujeres esperando en
vano su propuesta de matrimonio. ¿Sabía para entonces que tenía fecha pronta de
salida? ¿Vivió así, y escribió así, porque sabía? Miren la foto y recuerden que
la pregunta que Chejov se hizo siempre fue la misma que trataba de transmitir a
cada paciente que examinaba: “¿Cómo debería vivir, siendo el que soy, sabiendo
lo que sé?”.
Lo que sabemos es que
fue siempre enfermizamente privado, el rey de la elipsis, el maestro de la
evasión en puntas de pie, tanto en la vida como en lo que escribió. Cuando
ensayaban La Gaviota, y un actor le pidió que le explicara cómo era el
personaje que debía representar, contestó espantado: “Pero si usa pantalones a
cuadros”. Las mujeres casaderas de Moscú decían que era “elusivo como un
meteoro” (él, por su parte, se limitaba a repetir: “Denme una esposa que, como
la luna, no aparezca todas las noches en mi cielo”). En Melikhovo quería la
casa siempre llena de gente, pero se construyó una cabaña apartada para poder
escabullirse a su antojo de familia, amigos y pacientes. Cuando le vino la
fama, en lugar de disfrutarla en Moscú o Petersburgo (“Uno sólo puede
acostumbrarse a la fama como un hombre a la verruga que tiene en la frente”) se
fue a la isla de Sajalín, en Siberia: estuvo tres meses censando las miserias
de la población carcelaria, haciendo una ficha de cada uno de los presos, a
razón de 160 por día, en jornadas de catorce horas de trabajo; nadie le había
pedido tal cosa, lo hizo sólo para que Rusia tuviera delante de sus ojos
aquello que no quería ver. Volvió por mar, cruzando a Japón y de ahí a Ceilán,
donde tuvo la experiencia sexual más gloriosa de su vida, y escribió desde
allá: “Al fin puedo decirlo. He vivido. He estado en el infierno y en el
paraíso, hijos de perra”. Aunque en otro tramo de su correspondencia dice,
famosamente: “No me gusta hablar por carta de cosas que me importen mucho”.
Dicen que era bueno y
generoso sin amar, cariñoso y atento sin apego, accesible pero insondable.
Desde muy chico le inculcaron la modestia, a la manera rusa (“Recuerdo bien el
momento en que mi padre empezó a educarme, o debería decir azotarme, yo tenía
cuatro años”). De grande descubrió que no podía deshacerse de ella, y tampoco
de la aversión invencible que le producía la grandilocuencia rusa (“Siempre me
parece que engaño a la gente, o les parezco demasiado alegre o indiferente”).
En 1901, cuando le quedaban menos de tres años de vida, se casó en secreto con
la actriz Olga Knipper. Su madre, sus hermanos y sus amigos se enteraron por
los diarios, días después. Olga se ganó el corazón de Chejov porque era
desenfadada en la cama y sensata fuera de ella: ordenada, trabajadora,
autosuficiente económicamente y, además, la mayoría del tiempo estaba a mil
kilómetros de distancia (para entonces, la tuberculosis había obligado a Chejov
a mudarse a Yalta, mientras Olga triunfaba en Moscú, en el teatro donde
Stanislavski montaba las obras de su marido). Chejov decía que la había elegido
porque tenía una caligrafía hermosa y buen ojo para los detalles cuando
escribía cartas, pero también es cierto que le servía para controlar a la
distancia las puestas que hacía Stanislavski de sus obras, así como
Stanislavski y su socio Nemirovich-Danchenko (que era amante de Olga)
necesitaban de ella para que el ya muy enfermo Chejov les entregara la gran
obra que les había prometido: El jardín de los cerezos.
Después de la luna de
miel, Olga y Chejov estuvieron casi seis meses sin verse. Cuando por fin ella
fue a Yalta, se quedó cinco días y luego se lo llevó a un pueblo montañas
adentro, donde lo convenció de someterse a una cura de kumis: una leche
fermentada de yegua cuyos bacilos se decía que combatían con éxito al de la
tuberculosis (había que beber cuatro litros por día de esa sustancia espesa y
agria). Antes de volverse a los escenarios de Moscú, Olga le pidió que le
informara puntualmente de los progresos. Quince días después, Chejov le
escribía: “Aumenté otros tres kilos esta semana. Ahora me siento más fuerte
cuando toso sangre”.
Cuando estalló la Guerra
Ruso-Japonesa en 1904, quiso ir como voluntario al frente, pero un médico
enfermo más que médico es un paciente, y Olga lo convenció, en cambio, de ir al
spa de Badenweiler, en Alemania. Ir a morir adonde otros iban a reponerse, más
chejoviano imposible. Raymond Carver contó la muerte de Chejov en el cuento
“Rosas amarillas”. Máximo Gorki contó el entierro en Moscú: una multitud
esperaba en la estación de tren, pero siguió por error el féretro del general
Keller, que venía de Manchuria. Cuando llegaron al cementerio y la banda se
puso a tocar marchas militares comprendieron que estaban en el funeral
equivocado: el ataúd de Chejov iba en otro vagón, que llevaba ostras. En una
escena de Tío Vania, un personaje se desmaya y otro pide: “Rápido, un vaso de
agua”, pero cuando se lo alcanzan no se lo da a la víctima, sino que se lo bebe
él, con total naturalidad. Ahí está Chejov, como cuando dijo: “La literatura
tiene de bueno que uno se puede pasar con la pluma en la mano días enteros, sin
advertir cómo pasan las horas y al mismo tiempo sintiendo algo que se parece a
la vida”.
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