Después de mucho ir y venir, vivió sus últimos días en una ciudad que amaba profundamente: Montevideo, la pequeña gran capital de un pequeño gran país: la República Oriental del Uruguay.
Benedettí, educado en un colegio alemán, se ganó la vida, más o menos sucesivamente, como taquígrafo, vendedor, cajero, contable, funcionario público y periodista. También fue poeta. Y en muchas otras ocasiones, narrador de historias.
A propósito de los poetas, le preguntó una vez uno a Monseñor Romero, ambos al final de sus respectivas vidas, sobre el infierno que les asustó en la infancia. El teólogo, posteriormente asesinado, le despreocupó: no te preocupes, no creo que si improbablemente existiera ese lugar, dejasen entrar a los bates.
También hay quién dijo, aunque en realidad no sé si alguien lo dijo alguna vez o es que yo me lo he inventado (a mí, en cualquier caso, me sirve para explicar lo que siento, que la diferencia entre Argentina y Uruguay es proporcional a la que hay entre Borges y Benedetti. O entre Cortázar y Onetti, pudieran decir otros. ¡Qué se yo! ¿Tomamos un mate?
El caso es que no he traído a Benedetti hasta aquí para hablar de lo que yo pienso (o lo que yo desvarío), sino de lo que pensaba él entre 1994 y 1996, a medio camino entre Madrid, Montevideo, Buenos Aires y el puerto de Pollensa en Mallorca. En cierto modo, yo estoy en el mismo maravilloso inicio, pero 15 años más acá. Pensaba él, básicamente en ANDAMIOS y por eso está en este blog: un blog triste porque el poeta se marchó de nuevo. Y esta vez para no volver, no hace todavía mucho tiempo de aquello.
El caso es que un andamio (y lo refrendo yo, coordinador de seguridad como en ocasiones ejerzo) no es, aparentemente, otra cosa que un armazón de tablones o plataformas, puestos, eso sí, bien horizontalmente sobre vigas (antes de madera) o bien sobre tubos de acero. Están los andamios sostenidos, unas veces sobre pies derechos (¿por qué no izquierdos?, preguntó D. Mario) y otras sobre puentes, “o de otra manera, que sirve para colocarse encima de ella y trabajar en la construcción o reparación de edificios, pintar paredes o techos, subir o bajar estatuas u otras cosas, etc. U. t. en sentido figurado”. (Me consta que le gustó a Benedetti la definición de la Academia, sobre todo por “eso de las estatuas”).
Y decimos que un andamio es, aparentemente solo eso, porque en realidad es eso y también muchas cosas más: es un tablao y también puede ser un adarve y, antiguamente, "movimiento o acción de andar”. Eso sí: “modo o aire de andar”, manera de caminar, de acá para allá. Y mientras tanto, viviendo. O lo que es lo mismo: envejeciendo.
ANDAMIOS no es una novela (aquí ya no lo digo yo sino su autor: D. Mario Benedetti, que por poeta en el infierno no esté) sino una sucesión de andamios, pues todo “régimen en construcción continua” precisa de andamios, y más aún si “jamás está terminado”.
Más como este blog es, dicen, de arquitectura, pasemos al arquitecto. ¿A quién? Tomemos prestado el verbo de D. Álvaro Siza, indiscutible maestro portugués, pues como él mismo dice, quizá no siempre sea necesario terminar completamente las cosas:
Un aspecto que me impresiona mucho en la arquitectura y en la ciudad de nuestro tiempo es el empeño en llevarlo todo a su acabamiento, a su final, a su finalización. Esta tensión hacia una solución definitiva impide la complementariedad entre las varias escalas, entre el tejido humano y el monumento, entre el espacio abierto y el construido. Hoy cualquier intervención, aunque sea pequeña y fragmentaria, se obstina en conseguir una imagen final. Así se explica la dificultad de la compenetración entre las distintas partes de la ciudad.
De hecho ¿para qué o por qué coño vamos a terminar las cosas si están muchas veces mejor inconclusas?
Luis Cercós (LC-Architects)
http://www.lc-architects.com/
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